Por Alina Bárbara López Hernández ()
Matanzas.- Mi padre y sus hermanos pasaban las fechas previas al día de reyes con las caritas pegadas a las vidrieras de la tienda en su Pedro Betancourt natal. Sabían que era en vano. Aunque algún tío generoso les regalaba algo, jamás eran la muñeca grande o la bicicleta soñada. Su remembranza del capitalismo fueron siempre aquellos sueños rotos.
El trauma infantil explica su alegría el día de reyes, cuando él y mi madre dejaban regalos bajo las camas. Por años no los descubrimos, hasta que mi traviesa hermana arruinó la fantasía.
Luego supimos que en las bodegas se sorteaban públicamente turnos para comprar los juguetes, que por lo general venían de China o la URSS. Tuvimos suerte. En una ocasión nos correspondió el primer turno del primer día. Fue el año en que «los reyes» trajeron al varón un auto pequeño y verde que se manejaba con pedales. A las hembras nos tocaron unas muñecas enormes y preciosas. Una rubia y otra de pelo gris.
Solo una vez el turno fue para el fatídico tercer día, en que quedaba lo menos codiciado.
Fue una época de ilusiones. Cierto que era una vez al año, pero todos los niños tendrían juguetes. Mejores o peores pero los tendrían. Y siempre quedaba el consuelo de que el año próximo tocaría un turno mejor.
Lo que ocurrió después puede servir como historia concentrada del proceso revolucionario: pasar la fecha para julio, liberar su venta un breve período, luego solo hacerla posible en una moneda rara llamada CUC y con precios que volvieron las caritas de muchos niños a pegarse a las vidrieras para soñar imposibles; y llegar al momento actual en que si no los mandan de fuera no hay juguetes, porque para colmo no hay una industria nacional que los produzca…
Mi padre murió con la tristeza de no poder comprar juguetes a su bisnieta, aunque pedía a sus hermanas que los mandaran. A sus hermanas que se fueron todas cuando el Mariel, cuando solo quedó él en Cuba porque sus recuerdos del capitalismo eran sueños rotos.