LOS BORGIA: PODER, POLÍTICA Y PECADO

CURIOSIDADESLOS BORGIA: PODER, POLÍTICA Y PECADO
Tomado de MUY Interesante

La familia Borgia, envuelta en un aura de misterio y escándalo, ha cautivado la imaginación histórica como una de las dinastías más poderosas y notorias del Renacimiento. Su historia, tejida con hilos de ambición, poder político y controversias religiosas, se despliega como un fascinante relato que atraviesa las cortes de Italia y el Vaticano.

Madrid.- El apellido Borgia goza de una de las peores reputaciones del Renacimiento. Ningún otro nombre evoca como el de esta familia el escándalo y la inmoralidad del poder depredador y sin escrúpulos. Pero una cosa es el mito de los Borgia, que tiñó de negro por completo las crónicas históricas hasta bien entrado el siglo pasado, y otra es la realidad fehaciente de los hechos.

En los últimos tiempos, no pocos historiadores se han esmerado en restaurar siquiera parcialmente la imagen de la dinastía más famosa de la historia del papado, enfatizando para ello la dimensión más virtuosa de su gobierno en los Estados Pontificios.

Y más allá de la política, la guerra y los escándalos, los Borgia dejaron huella también como mecenas de las artes. Miguel Ángel, Tiziano, Pinturicchio o El Bosco trabajaron bajo su protección directa, mientras que un jovencísimo Leonardo da Vinci se significaba como ingeniero diseñando sofisticadas máquinas de guerra que, posteriormente, el valeroso César Borgia utilizaría.

Calixto III y Alejandro VI, tío y sobrino

Los Borja (que posteriormente italianizaron el apellido) eran originarios de Aragón y, aunque no pertenecían a una familia poderosa, ya en el siglo XIII acaparaban cierto protagonismo político y social en el reino de Valencia gracias al apoyo prestado a Pedro IV el Ceremonioso en la Guerra de Unión contra los nobles aglutinados alrededor de la Unión de Aragón y la Unión de Valencia, en el bienio 1347-1348.

El clan recogió los frutos de dicho posicionamiento con el nombramiento como obispo de Mallorca y Valencia de Alfonso, quien, posteriormente, se trasladó a Italia de la mano de Alfonso V de Aragón; allí sería elegido pontífice en 1455 como Calixto III.

El ascenso de los Borgia en la Ciudad Eterna fue meteórico. El papa se esmeró en posicionar a los suyos, haciendo gala del descarado nepotismo tan característico del clan luego, y situó a sus dos sobrinos en puestos de máxima responsabilidad: Pedro Luis, al frente del ejército pontificio, y Rodrigo, como uno de sus más firmes apoyos en la curia en calidad de cardenal. 

Borgia

Ilustración del Renacimiento. Foto: Istock

Más tarde, el menor de los sobrinos fue ganando posiciones y acumulando méritos a la sombra del papa Inocencio VIII, de quien ejerció de leal consejero hasta convertirse en uno de sus hombres de máxima confianza. Por ese motivo, a la muerte de Inocencio, Rodrigo estaba en una posición inmejorable para aspirar a la púrpura.

La fortuna de los Borgia era extraordinaria, y gracias a ella el candidato al pontificado pudo comprar la voluntad de los más escépticos. Así, en el cónclave, logró un insólito consenso a su favor: todos los cardenales, a excepción de uno, le otorgaron su voto. Este no era otro que el cardenal Giuliano della Rovere, enemigo declarado de los Borgia y futuro Julio II.

Desde los primeros pasos de su pontificado, Rodrigo, que asumió la tiara papal en 1492 con el nombre de Alejandro VI, comenzó a labrarse una reputación como amante del lujo desmedido y mujeriego empedernido. A pesar de tener ya por aquel entonces sesenta años, la libido del nuevo papa, si hacemos caso de las crónicas, era poco menos que insaciable.

Continuidad asegurada

Fue una de sus conquistas, Vanozza Cattanei, una mujer casada, quien dio a Alejandro las cuatro mayores satisfacciones de su vida en forma de cuatro vástagos: Juan, César, Lucrecia y Godofredo, puntales de un linaje que iba a dominar por completo la política romana durante las décadas venideras.

Una de las primeras medidas del nuevo pontífice, de hecho, fue nombrar a su hijo César obispo de Valencia, con unos emolumentos anuales desorbitados de dieciséis mil ducados que provocaron la indignación de la mayoría de los purpurados. Estos veían con malos ojos el nepotismo de los Borgia, que se extendía sin límites a parientes directos y secundarios y amigos de la familia, llegados desde Castilla y Aragón para ocupar puestos de responsabilidad en el Vaticano.

Sin embargo, esta política de favorecer sistemáticamente a parientes y conocidos más allá de sus méritos no eclipsa el hecho de que el papa se enfrentara con gran aplomo y determinación a la delicada situación política y económica, heredada de años de desgaste y gestión errática de sus predecesores.

A su llegada al poder, se encontró con una situación financiera desastrosa y una ciudad desangrada por las querellas entre las principales facciones romanas (los Orsini, los Colonna y los Savelli). Además, la situación era caótica en el conjunto de los Estados Pontificios, con muchas de las ciudades bajo hegemonía papal en manos de ambiciosos nobles y condotieros que socavaban cada vez más la soberanía pontificia sobre los territorios de la periferia.

El futuro papa Julio II se opuso al poder de los Borgia cuando aún era solo el cardenal Della Rovere. Foto: ASC

El futuro papa Julio II se opuso al poder de los Borgia cuando aún era solo el cardenal Della Rovere. Foto: ASC

El poder central, en la práctica, se estaba desmembrando, y la corrupción tanto en el seno de la Iglesia como en las altas esferas políticas estaba completamente desbocada. El papa era un gran amante del lujo, pero a pesar de ello impuso un rígido régimen de austeridad en la curia con el fin de sanear las maltrechas cuentas del Estado. Meter en cintura a los clanes de la periferia para retomar el control de todo el territorio pontificio era, sin embargo, harina de otro costal.

La presión, además, sobre las fronteras era cada vez mayor, con Nápoles apoderándose de enclaves estratégicos como L’Aquila o Sora y el ducado de Milán haciendo lo propio con Forlì. Contener todas esas amenazas requería un despliegue económico y militar que hasta la fecha ningún otro pontífice se había atrevido a acometer.

El príncipe por antonomasia

Alejandro, sin embargo, no se arrugó ante la dimensión del reto, e hizo de la pacificación del territorio pontificio uno de los pilares de su polémico gobierno. Para ello, se valió del más capaz y polifacético de todos sus subordinados: su hijo César. Nombrado cardenal en 1493, nunca se sintió cómodo en la púrpura, y en repetidas ocasiones solicitó a su padre un cargo y una responsabilidad más acordes con su perfil y sus ambiciones.

Así, cuatro años después, pudo al fin volver a la vida laica y, tras contraer matrimonio con Carlota de Albret, hermana de Juan III de Navarra –que aportó como dote una valiosa alianza con Francia–, le fue entregado el mando del ejército pontificio. El joven Borgia era un hombre apuesto, dotado de una fuerza física extraordinaria, y había heredado de su padre el gusto por las mujeres. No tardó en ganarse una reputación análoga a la de este. Las crónicas hablan de una crueldad sin límites y un talento excepcional para la intriga y el asesinato político.

Pero a la vez era un líder extraordinariamente capaz, al que el propio Maquiavelo eligió como modelo de su tratado El príncipe: el soberano renacentista por antonomasia. En efecto, César fue un magnífico condotiero, dotado para el ardid y la estrategia, un hábil diplomático, un político lleno de recursos y un déspota defensor de la idea de que el fin justifica los medios. Abordó la “reconquista” de los Estados Pontificios con un ejército formado, entre otras unidades, por trescientos arqueros cedidos por Luis XII de Francia, cuatro mil mercenarios suizos y gascones y unos dos mil soldados italianos.

Sus primeros objetivos fueron Forlì e Imola, donde demostró sus capacidades militares. Solo la fiera resistencia en Forlì de Caterina Sforza, que se atrincheró en la fortaleza con sus fieles hasta que se vio obligada a capitular, le generó algún quebradero de cabeza.

Ambiciones expansionistas

César regresó de esta exitosa primera campaña y fue saludado por los romanos como un auténtico héroe, y su padre supo reconocer sus méritos nombrándolo vicario papal en Roma y otorgándole un cheque en blanco para llevar a cabo sucesivas expediciones.

La segunda de ellas tuvo lugar en 1500 y se dirigió a las regiones de Romagna y de Las Marcas. César causó pavor en las huestes de Pandolfo Malatesta y Giovanni Sforza, señores de Rímini y Pesaro respectivamente, que huyeron sin ofrecer resistencia; todo lo contrario que las de Astorre Manfredi, señor de Faenza, que resistieron un interminable asedio de varios meses hasta que tuvieron que inclinarse ante Borgia.

Los éxitos del ejército pontificio comenzaban a inquietar notablemente al resto de potencias italianas, muy especialmente a Venecia y Florencia, que empezaban a dar crédito a los rumores que apuntaban a la pretensión imposible de César Borgia de unificar toda Italia bajo el yugo de Roma.

Vannozza Cattanei fue la principal de las muchas amantes del papa Alejandro VI y la única a cuyos hijos reconoció, dando origen de este modo a la dinastía de los Borgia. Foto: ASC

Vannozza Cattanei fue la principal de las muchas amantes del papa Alejandro VI y la única a cuyos hijos reconoció, dando origen de este modo a la dinastía de los Borgia. Foto: ASC

Pero estos recelos ante las ambiciones expansionistas de los Borgia no atañían exclusivamente a los enemigos de los Estados Pontificios: los propios condotieros que habían servido lealmente durante las campañas de César y que habían obtenido el gobierno de ciertas ciudades como recompensa también comenzaron a mostrarse inquietos. Temerosos de perder sus privilegios ante el vicario papal, se organizaron bajo el liderazgo de Vitellozzo Vitelli, otrora mano derecha de César Borgia y genio de las artes de la artillería.

Ante la amenaza de rebelión, César decidió cortar por lo sano y se dio cita con los principales cabecillas en Senigallia, en un ambiente de concordia y negociación que no era sino una tapadera. Una vez reunidos, y a su orden, la guardia del duque interrumpió la reunión para arrestar a los nobles rebeldes. Esa misma noche el propio Vitellozzo murió estrangulado, y el resto de líderes del complot corrió idéntica suerte después.

Lucrecia, muy controvertida

Pero César no era el único de la nueva camada de los Borgia que despertaba admiración y maledicencias entre sus contemporáneos. Alejandro VI tenía una gran estima por su hijo, pero la tenía aún mayor por Lucrecia, una de las figuras femeninas más prominentes del Renacimiento italiano. Célebre por su singular belleza, inmortalizada por Pinturicchio, recibió la mejor de las educaciones posibles para una joven de su posición, y a la edad de trece años su padre decidió darla en matrimonio a Giovanni Sforza, sobrino de Ludovico el Moro y señor de la ciudad de Pesaro, con el objetivo de fortalecer sus vínculos con el ducado de Milán.

Pero el joven Sforza estaba lejos de ser un marido modélico y apenas tenía contacto con su nueva esposa, que se sentía despreciada. El empeoramiento de las relaciones entre Roma y Milán fue la coartada que Lucrecia necesitaba para huir de Pesaro y regresar a Roma, donde se encontró con la absoluta comprensión de su padre, que exigió a Giovanni su consentimiento para anular el matrimonio acusándolo de ser impotente.

La respuesta del joven Sforza dio pábulo a uno de los mitos más recurrentes sobre los Borgia: aseguró públicamente que Alejandro VI tenía relaciones incestuosas con su hija (y la de Giovanni no era la única voz que apuntaba al incesto entre padre e hija; lo cierto es que la relación entre ambos era, cuando menos, ambigua).

Alejandro tenía una acusada obsesión por Lucrecia, fuere de la naturaleza que fuere, y es cierto que su ausencia lo atormentaba con frecuencia, pero la verdadera dimensión de ese enigmático lazo paternofilial es escurridiza. En cualquier caso, las acusaciones de Giovanni tuvieron un recorrido corto. Lucrecia defendió con convicción su virginidad y fue sometida a un análisis anatómico por parte de los cardenales para sustanciar su testimonio.

Mientras, Ludovico el Moro, para salvar el honor familiar, exigió a su sobrino que demostrara su virilidad frente a un legado pontificio, pero este se negó y poco después reconoció que, en efecto, el matrimonio con Lucrecia nunca se había consumado.

La leyenda negra le atribuye a la instruida y atractiva Lucrecia Borgia numerosos crímenes, aunque hoy se la considera más una víctima de su padre y de su hermano. Foto: ASC

La leyenda negra le atribuye a la instruida y atractiva Lucrecia Borgia numerosos crímenes, aunque hoy se la considera más una víctima de su padre y de su hermano. Foto: ASC

La hija de Alejandro volvía a tener vía libre para contraer matrimonio en segundas nupcias. El elegido –nuevamente por el propio Alejandro VI, en busca de una alianza ventajosa– fue Alfonso, duque de Bisceglie, hijo ilegítimo del monarca napolitano Alfonso II y heredero al trono de Nápoles. Esta vez, Lucrecia se enamoró perdidamente de su joven marido –tenía 17 años–; por eso, cayó en un estado de depresión cuando este decidió abandonarla para regresar a Nápoles.

Alejandro movió cielo y tierra para que retornara, pero la estancia fue breve. César no le perdonó el desaire sufrido por su hermana, así que, solo meses después de regresar, Alfonso fue asesinado por sus sicarios. Lucrecia, superado el trauma, contrajo nupcias por tercera vez, en esta ocasión con Alfonso de Este, hijo de Ercole, duque de Ferrara.

Un final agitado

El de los Borgia estaba condenado a ser un imperio efímero. Las conquistas de César trajeron al fin un período de calma a los Estados Pontificios. Con los enemigos exteriores a raya, los nobles de la periferia sometidos a la autoridad papal y las familias más influyentes de Roma finalmente en tregua, Alejandro pudo relajarse, entregándose a los excesos de alcoba que le caracterizaban.

Pero su tiempo tocaba irremediablemente a su fin. En el mes de agosto de 1503, asistió con César a un banquete del cardenal Corneto; un festín de tantos, en principio. Días después del evento varios de los comensales comenzaron a tener fiebre alta, vómitos, sudores y mareos, y los rumores se dispararon inmediatamente. La gente aseguraba –sin prueba alguna– que los Borgia, padre e hijo, habían envenenado a los invitados y al propio Corneto, con el fin de arrebatarle sus riquezas.

La explicación era esta vez mucho más sencilla: el culpable no era otro que la malaria, que se estaba extendiendo imparable por toda Roma. Alejandro estuvo muy grave, con un pie, de hecho, en la tumba, y falleció el 18 de agosto, finalmente, víctima de un derrame cerebral. Para indignación de los miembros del clan, la noticia fue celebrada en casi todos los rincones de la ciudad. Pronto la leyenda negra de los Borgia comenzó a tomar forma y el legado de Alejandro se diluyó detrás de los escándalos, el nepotismo, el autoritarismo y los excesos.

Tal era el estado de júbilo que los Colonna y los Orsini, las dos familias más prominentes de Roma, se sintieron lo suficientemente fuertes ante el vacío de poder como para regresar desde sus fortalezas del Lacio a la Ciudad Eterna y sumarse a los tumultos resultantes de la muerte del pontífice, tratando de sacar rédito político. Complicando aún más la situación, los señores feudales de Romagna y de Las Marcas, espoleados con dinero veneciano, se habían levantado en armas buscando zafarse del control de Roma. 

César sobrevivió a la malaria, pero tuvo que asistir impotente desde su cama al preocupante curso de los acontecimientos. El favorito para el inminente cónclave que había de elegir al sucesor del papa Borgia no era otro que el archienemigo de la familia: el cardenal Della Rovere. César maniobró hábilmente asegurándose el voto de los cardenales españoles a su candidato, Francesco Piccolomini, que finalmente fue elegido como pontífice en 1503 con el nombre de Pío II.

Hijo del “Nerón de los papas”, como llamaban sus enemigos a Alejandro VI, César cayó en desgracia tras la muerte de su progenitor. Foto: ASC

Hijo del “Nerón de los papas”, como llamaban sus enemigos a Alejandro VI, César cayó en desgracia tras la muerte de su progenitor. Foto: ASC

El tiro, no obstante, le salió a César por la culata: el papa solo vivió un mes, dejando, esta vez sí, la tiara inevitablemente en manos de Della Rovere, que ascendió al papado como Julio II. César no tuvo más remedio que pactar y ofrecer el voto de los cardenales españoles a cambio del título de duque de Romagna y del mando de los ejércitos pontificios.

Nace la leyenda

Della Rovere aceptó, pero sus planes eran otros. Pocos meses después, a punto de partir para una nueva campaña militar, Borgia fue arrestado y encarcelado y, aunque logró en poco tiempo la libertad, ya no había sitio para él en Roma. Huyó a Nápoles con la esperanza de rehacerse y formar un ejército con el que volver a golpear a Julio II, pero sus intenciones fueron descubiertas y el rey Fernando, por orden del propio pontífice, procedió nuevamente a su arresto.

César cumplió dos años de prisión en España, pero consiguió escapar en 1506 poniendo rumbo a Navarra, donde sirvió brevemente a las órdenes de Juan III de Albret, hermano de su esposa Carlota. En el transcurso de un asedio, el 12 de marzo de 1507, recibió una herida que le costaría la vida. Doce años después le siguió a la tumba su hermana Lucrecia. Con su muerte se extinguían los Borgia y nacía la leyenda.

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