Por Gretell Lobelle ()
Mantilla.- Dado mi desmedido apetito por la vida, mi intolerancia a lo político, mi injustificado credo en el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud, he decidido criar pollos, romper toda relación contractual, cambiar una cerca, reacomodar la vida y darle blanco a toda la casa, en un país donde el blanco es oprobio. La felicidad es hace mucho tiempo mi casa, el tiempo de Gabriela, el acompañamiento a Laura, seguir trabajando en la persona que soy.
He sufrido la desolación del perro, el dolor ajeno, la mierda de los otros, la injusticia del más grande, la enfermedad del poder. Concluyo el año con amigos, afectos que me arropan. Los amigos sostienen y no me fallan. Amores con demasiadas prioridades propias. Me he sentido usada, desplegada, poco amada pero es solo mi responsabilidad por permitirlo. No me ha faltado el trabajo. Tengo un poco de carbón para pollos futuros, próximos encuentros de amigos en «Mantilla que es otra cosa». El hambre del estómago se disfraza de ecología, de filosofía oriental, solo necesitamos lo justo. El hambre, la otra, la mental, la del espíritu, es la peor de las hambres.
Cierro con el desencanto de una isla, de muchas personas, despidiéndome de a poco. Con mi pueblo más destruido, con la profunda convicción de que debo soltar todo lo que me resta, me cansa, me lastra, me envenena, me anula.
Despido el año con un gallinero, una casa pintada de blanco, yo de blanco de casa hasta las nalgas, felicidad de la hija, tranquilidad de la madre, un poco de carbón, un montón de gente fuera de mi vida, con impertinencia de la edad, con huelga sentimental, lista para decir todos los ‘No’ necesarios, con actitud renovable para un nuevo amor, un poco de arroz regalado que regalaré a mis vecinos para que coman, con un montón de amigos que me arropan, alegre de dientes pa fuera y con un desmedido apetito enfermizo, culpa de todas mis inconformidades.
