Por Alejandro Marcoleta
La Habana.- Dice mi vecina Mireya que a Fidel Castro se le puede tildar de cualquier cosa, menos de no haber sido un «ser empático».
Hace ya algunos años tuve en mis manos un ejemplar de La vida oculta de Fidel Castro, de Juan Reinaldo Sánchez, un exmilitar cubano que había formado parte de la escolta personal del Comandante entre los años 1977 y 1994. Reinaldo, en ese entonces radicado en los Estados Unidos, decide sacar a la luz pública la extravagante vida, aunque solapada, del hombre del Moncada, poniendo en duda la «famita» de «persona austera» que hasta ese momento acompañaba al líder de «la Revolución del pueblo y para el pueblo».
La impresión que me causó el libro en aquella ocasión, no la recuerdo, pero hace poco tuve la oportunidad de releer el texto. Debo confesar que no me escandalicé con la lectura. Cualquier individuo con un mínimo de sentido común puede inferir que el poder y la austeridad no son compatibles, aunque tengamos escasos ejemplos de personas que han logrado que ambos atributos coexistan en armonía. Marco Aurelio, emperador romano entre el 161 y el 180 a.n.e, o más cercano a nosotros, Pepe Mujica, expresidente de Uruguay, quien tiene mucho que aportar en ese sentido.
¿Qué me llamó la atención esta vez? Según Juan Reinaldo, en la etapa de estudiante universitario, Fidel manipulaba a los dueños de los apartamentos de renta por donde pasó, pagándole por adelantado dos o tres meses de alquiler. Les hacía ver, con su conocida verborrea, que era un joven de buena posición. Cuando se cumplía el plazo, continuaba ocupando el lugar con la promesa de que más adelante liquidaría y en algún momento conveniente para él, pasado unos seis u ocho meses, desaparecía quedando endeudado con esas personas.
«Todavía hay mucha gente de esa época buscándome por toda La Habana”, les decía Fidel a sus amigos.
Hace algunos años atrás, no puedo precisar la fecha exacta, el fallecido Hugo Rafael Chávez Frías daba un discurso en la capital bastante extendido en tiempo y en boberías. Al concluir, el mandatario baja del estrado y avanza entre aplausos y vítores hacia donde se encuentra Fidel. El micrófono aún estaba abierto y conectado a la transmisión en vivo. El Comandante le dice un «muy bien, muy bien» y lo abraza. Chávez le responde: «el tiempo, la gente…me da pena». Ahí es cuando Fidel lo interrumpe y le suelta: «qué gente, ni gente, olvídate de la gente».
Tengo fe en que algunos de nuestros lectores también hayan sido testigos, como yo, de este interesante diálogo entre los dos líderes. El discurso era más importante que la gente. Enseguida recordé un texto del filme Fábrica de Humo, de producción independiente, donde uno de los personajes le dice al protagonista: » La revolución es más grande que todos los cubanos».
También tengo grabado en la memoria un audiovisual que se retransmite todos los años en la televisión nacional. Es la clásica anécdota de Eusebio Leal, Fidel y el vaso de leche. Eusebio, haciendo uso de su particular elocuencia para la narración, cuenta que en una ocasión, Castro se dispuso a tomar frente a él un vaso de leche sin siquiera percatarse de su presencia. El historiador, extasiado con semejante espectáculo, deja escapar una simple, pero poderosa frase: «el elixir del poder». La descripción de la mirada de Fidel a Eusebio…sin comentarios.
Sobran ejemplos de anécdotas que cuentan cómo el hombre de la barba, «el ser empático», no permitía que se le llevara la contraria en alguna determinación que él tomara. El resultado de su prepotencia la conocemos. Una larga lista de decisiones erróneas que han dado al traste con la catastrófica realidad que hoy vivimos los cubanos.
Y es por eso que me causa gracia cuando me definen a Fidel como un tipo empático que quería hacer las cosas bien, pero le salieron mal.
A estas alturas y con esa guayaba.