LOS SALTOS DE LA MEMORIA

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Por Ernesto Ramón Domenech Espinosa
Toronto.- Hace una semana pasé (visita obligatoria una vez al mes) por “Sonic Boom”, la tienda de discos del barrio chino aquí, en Toronto. Casi nunca llevo en mente algo en específico, prefiero el impulso y el azar. Salto de un estante a otro repasando los montones de acetatos meticulosamente apilados por géneros y artistas. Casi dos horas después de escarbar en anaqueles y cajas de madera no me había decidido por nada. Entonces me fui directo a la sección de discos usados donde puedes llevarte verdaderas sorpresas con raros y viejos vinylos de bastante buena calidad y a precios asequibles.
Ansioso, repasaba las carátulas musicales como si se tratara de un álbum de fotos ampliadas y a colores; era un desfile arbitrario de rostros y grupos más o menos conocidos. A mitad de camino, sobre un fondo negro, un auto rojo se desplaza sobre el cuerpo desnudo de una mujer: es la cubierta del “18 Raccolta” de Fausto Papetti, música instrumental asentada sobre los tenues acordes del saxofón, versiones a la italiana de “A blue shadow”, “Love’s theme” o “Tentation”.
Estuve mirando la carátula por varios minutos, me detuvo una circunstancia personal. El nombre (singular) de Fausto Papetti me había dado un fuerte empujón, di un triple salto mortal y fui a caer al portal de una casa; tocando la aldaba de Heredia # 416, de un Cruces que ya no existe más. Era la casa de Norma y Macho, el hogar de mis amigos Juan Carlos y Lourdes, de la abuela Nimia y poco más tarde, de Tato Valencia.
En aquella casa de barrio pasé casi todo mi tiempo libre entre los 6 y los 13 años. Allá me iba todas las tardes después de la escuela, los fines de semana y las vacaciones del verano, allá me escapaba de los regaños de mis padres. Muchísimas veces, antes de las 7:00 am, ya yo estaba sentado en el portal, dando balance en un sillón de aluminio con fondo y espaldar hechos de cuerdas plásticas azules, como de esas suizas que usábamos para saltar. Vaya sorpresa que se llevaban Norma y Nimia, que saliendo para el trabajo se encontraban un enano oscilando a 600 rpm. Hasta allá se tenía que ir mi madre con un plato de almuerzo o comida.
No hay ninguna descripción de la foto disponible.Tengo tantos y tan buenos recuerdos de aquel hogar que me tomarían cinco o seis cuartillas, 10 o 12 horas para terminar. La improvisada peluquería de Nimia, el patio con su mata de mango que se comunicaba con la casa inhabitada de los parientes de al lado, y un poco más allá, con el de Lydia y Capestani, el cuarto que se agregó al final de la casa cuando llegó Tato, el tanque de agua sobre la cerca, el pasillo interior, las paredes empapeladas, el aparato “3 en 1” que trajo Macho a su regreso de África.
A Macho, Ángel Velaz en el registro civil, lo miraba y admiraba, desde mi estatura ochoañera, como a uno de esos gigantes que han ilustrado leyendas y mitologías. Hombre de poco hablar y risa discreta, no era dado a fiestas ni algarabías, tenía entre sus adicciones el cigarro, el café y la música instrumental. El retrato que conservo: un Coloso en pijamas, calzando unos chancletones negros, sentado en las noches frente al TV con un cenicero al lado. Me miraba, me hacía una seña y me daba $1.60. No había más nada que decir: yo salía como flecha, corriendo para el Mancebo, el céntrico bar frente al parque del pueblo. A los cinco minutos ya estaba de vuelta con una cajetilla de “Popular”.
Por allá, por 1979, Macho había regresado de su colaboración como técnico de laboratorio en un país del África (¿Mozambique?). En una pequeña habitación de la casa, entre la sala y los cuartos, dos amigos hablaban de música al tiempo que le daban play a la grabadora del “3 en 1”. Esto me lo acaban de regalar, es lo último de Fausto Papetti, le escuché decir a Macho. Y ese nombre, asociado al saxofón y una casa del barrio se quedó guardado en un recoveco especial del cerebro.
El portal de Heredia # 416 nunca se vaciaba, unas veces era Lourdes con su grupo: Marlen, Zoilita, Olguita, Maritel, Maritza (mi hermana), Diana, Judith, Elvi, Madelen, Violeta; otras veces Juan Carlos invitaba a Radames, Jaime, Joelito, Emilio, Carlos, Wilfredo y a mí. Las noches eran el turno para los mayores, el sitio era como un imán, entraba y salía gente por cualquier motivo.
Hasta aquel portal llegaron alguna vez dos hermanas de nombres irrepetibles; venían desde La Habana a visitar al Abuelo. La mayor, una rubita de pelo ensortijado y hoyos en las mejillas, es la mejor imagen que guardo de aquellos veranos. ¡Qué paciencia y cuánta bondad tuvieron Nimia, Norma y Macho para sortear la gritería, el reguero y las diabluras: no de sus hijos, pero de los amigos de sus hijos; no por unas horas sino por años enteros!
A veces, el dulzor de un aroma, una imagen, un libro, una canción, nos remiten a un evento que creíamos olvidado, nos acercan de nuevo a amigos y lugares entrañables, nos invitan a repasar el camino andado. Escuchando las notas de “L’ ultima neve di primavera” miro atrás y saludo y agradezco en la distancia, y hasta el cielo, a una familia que constituye una parte esencial de la risa, la felicidad y los afectos del muchacho que fui.

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