Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Todos mis hermanos eran mayores y eran diez. Y allá iba yo detrás de ellos con mil preguntas cada media hora. Pensaba que como eran más grandes sabían mucho. Un amigo babalawo me dijo años después que lo habíamos aprendido de los africanos: tener éxito es tener mucha vida, medida en años, medida en días, en horas… es decir: en sabiduría.
—¿Y cómo es aquella colina blanca que se ve a lo lejos por donde sale el sol? —Y se reían!
—¿Pero qué te importa lo que hay allí? ¿Por qué te llaman la atención esas cosas?
Comprendo ahora lo raro que yo les resultaba. Era menudo, tímido y ¡leía libros! De pequeño sufrí asma y para evitar los resfriados, mi madre hacía todo lo posible por mantenerme bajo sus faldas y casi siempre terminaba incentivándome a que me quedara en casa y leyera los libros de texto de mis hermanos: Ellos nadaban en los ríos, trepaban árboles y podían sembrar no sé cuántos surcos de frijoles. Yo, leía unas tras otras las lecciones que en esos mismos libros encontraría en la escuela años después.
La primera vez que fui a un restaurante, me llevó mi padre por mi cumpleaños —junto a mi hermana melliza— a una fonda que había junto al Monumento a la Batalla de Mal Tiempo, ocurrida un día como hoy, 15 de diciembre de 1895.
Aquel lugar me sobrecogía: estaba a escasos kilómetros de casa y allí nunca había estado. ¿Ha visitado usted alguna vez un campo donde haya ocurrido una batalla? En el sitio donde se ha peleado y se ha muerto, hay un lugar sagrado. Mi querido amigo Camilo Venegas Yero ha descrito esa batalla, cum laude.
Hay, un modesto monolito, en mármol de Nueva Gerona. Un césped bien cuidado, unos árboles frondosos de guayacán, flamboyán y robles. Hay una casa en piedra desnuda —cuartel general del batallón Canario— que ha perdido el techo, pero en el susurro del viento de diciembre, a mí me parece que resuenan las voces de los muertos…! Había, un osario de caídos desconocidos. Una pata de freno en una caja de cristal y una escalinata ancha frente a un océano de cañaverales.
—Chilindrón de carnero— dije, y mi padre me pidió ¡un refresco!
La última vez que estuve en Cuba, hace unos años, llevé a mis hijos españoles a ver el Monumento de Mal Tiempo. El restaurante ha sido demolido. No existen más los manteles blancos y los cubiertos pulcros que utilicé en mi infancia. En la casa de piedras han crecido los ficus y alguien con chapapote ha dibujado un corazón y dos nombres. Brillaba el sol sobre la misma tarde.
—¿Qué hay ahora donde antes fue la Batalla de Mal Tiempo? —preguntaba a mis hermano, y se reían: ¿¡cómo es que te interesan esas cosas…!?
—Bah… ¡allí no hay nada!— era su respuesta.
Una tarde, mi padre me mandó a un lugar lejano, para que fuera en su caballo a comprarle cigarros Populares. Era rumbo este. Atravesé la cañada de Los Rodríguez, pasé lo de Cholo, y en lugar de seguir hacia la tienda de Jova, me lancé a todo galope hacia lo alto de la Colina. Con el pecho henchido pude mirar las casitas de los campesinos a lo lejos… las torres altas de los ingenios azucareros: San Francisco, Andreíta… Espartaco y Caracas. Hay algo cautivador en las alturas. Hay un misterio acogedor en las montañas cuando se miran a lomo de caballo.
En esta tarde, llevé a mis niños a descubrir el osario, pero ya no estaba. Todo ha cambiado. Han hecho un hotelito deplorable, mitad comedor cañero y techo de fibrocemento y cabillas. Su categoría será de menos raíz cuadrada de 0,0 estrellas… y no atiende nadie. Una piscina podrida es rellenada con aguas sin tratar, desde un riachuelo cercano. El Coronel escritor del Ejército Libertador, Manuel Piedra Martell describe este paraje en sus famosas crónicas. Intuyo que también Miró Argenter hablara de él. Es el riachuelo que corta el paso del camino hacia el antiguo Ingenio la Teresa. Maceo y Gómez pasaron como un bólido por el. Bajo el penacho de estas mismas palmas, desenfundó el General Antonio.
—¡El barco entra en la alta mar!—dicen que dijo, y mandó a tocar a degüello. En una barra cutre, me sale un encargado. Quiero un refresco para los niños, que tampoco hay, ni una cerveza. Salgo bajo la desamparada tarde tropical, con dos niños españoles, una madre argentina y un planchado de ron en la mano.
— Bah… ¿pero por qué nos traes a este aburrido lugar, Papá? ¿Cómo es que te interesan estas cosas?—me pregunta el mayor de mis niños.
—¿Quién ganó esta guerra aquí Papá?— y lo llevo conmigo a dar una vuelta por el recinto. Me hago unas fotos, se las mando a Camilo en República Dominicana. Paso unos plantones de árbol del viajero que deben tener casi cien años. En la arboleda, junto a unos escombros del antiguo restaurante, sobrevive, más frondosa aún, la mata de güira donde permanecía amarrado el caballo de mi padre. Le pego una mordida al tetrabrick de ron Paticruzado que compré en 60 céntimos. Le di un sorbo largo…y el resto lo vacié sobre aquel tronco.
—Es hora de irse a casa, hijo. ¡Aquí no ha ganado nadie…! -Le dije… o eso creo que dije.