NOSTALGIAS

ARCHIVOSNOSTALGIAS
Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
La Habana.- Los días de lluvia eran los mejores de mis tiempos de niño. Que amaneciera con aguaceros y cielo encapotado significaba que no íbamos a clases, porque no había forma de llegar hasta aquella escuela en el pueblo desde aquel lugar de campo a más de tres kilómetros de distancia. A veces sí íbamos en el viejo motor de ferrocarril, y alguna vez fuimos mi hermano y yo los únicos en un aula de 20 alumnos a la que no acudía ni la maestra. Pero esas eran las excepciones.
Cuando amanecía con borrasca, nos quedábamos en la cama un rato más y ese día todos se quedaban en la casa. Hasta mi papá, que salía temprano a revisar las cercas de los potreros, a cambiar de lugar el ganado que durmió amarrado, a abrir los cuartones de los que estuvieron trancados toda la noche, y a ordeñar alguna vaca para que hubiera leche fresca para el desayuno. Luego regresaba empapado en agua.
-Vieja -le decía a mi madre-, ¿no hay una ropa seca por ahí para cambiarme esta? ¡Alcanzámela!
-Ya empezaste a mojar ropa. Vamos a ver cuántas mudas usas hoy -le respondía mi mamá en un tono no muy alto, porque al cabeza de familia no se le podía hablar muy alto, y luego agregaba, más cariñosa-: sécate bien, que te vas a enfermar -le decía.
Al poco rato la casa parecía pequeña. Mi hermano y yo queríamos salir al patio a jugar en la lluvia, que si era abundante formaba unos lagunatos momentáneos entre la casa y el ferrocarril, donde era una maravilla ir a deslizarse, a tirarse agua.
-Mamita, déjanos darnos un bañito -le decíamos a nuestra madre, para que mi papá lo oyera y aceptara que fuéramos, porque, a fin de cuentas, la última palabra era suya.
-Pónganse a hacer algo útil -respondía doña Aleida, que siempre tenía algo que hacer en la cocina, mientras mi padre aprovechaba para adelantar cosas que tenía pendientes desde mucho antes y que, por falta de tiempo, posponía para otro día y así cada vez, como aquel bodeguero que tenía un letrero en la tienda para advertir que “hoy no fío, mañana sí”.
A esa hora arreglaba un fogón, cosía un frontil roto, hacía argallatas criollas con alambre acerado, o terminaba un lazo de trabajar con ganado que algún amigo le había dejado desde mucho tiempo antes y que aún estaba pendiente. Mientras él estuviera en eso, actuaba como el jefe de una compañía militar. ‘Alcánzame esto’, ‘dame una lerna’, ‘trae la cera, que está en tal lugar’, ‘enciende un fuego y quema acá’. Y a veces, cuando no hacíamos las cosas bien: ‘haz fuerza como un hombre’ o no ‘pujes más que pareces que vas a parir’. Si todo no iba bien, podía hasta soltar un pescozón, que casi siempre cogía mi hermano.
En mi casa siempre había maní. Mi papá sembraba por pedacitos, para no perder la semilla, decía, pero siempre había para hacer dulces o comer tostado. Mi madre hacía el dulce de maní más rico del mundo, pero un dulce de maní lleva trabajo, al menos en esa escala, donde todo es a mano: limpiarlo, tostarlo y luego partirlo o molerlo. Incluso hacerlo como torticas.
A esa hora, cuando el hambre picaba y no se podía ir a por ninguna fruta, porque llovía y porque en la casa tal vez no hubiera otra cosa que queso, tostar maní, con el viejo al lado, era una bendición. Mi papá era mi ídolo, aunque estuviera en desacuerdo con el 90 por ciento de las cosas que me decía que hiciera. En aquel campo, él sabía hacer de todo: castraba cualquier animal, sacrificaba lo que fuera, menos las vacas -porque estaba prohibido, pero también sabía y no me pregunten cómo aprendió- hacía de enfermero del ganado si alguno se hacía una herida, herraba caballos y lo hacía gratis a los amigos, preparaba coyundas, hacía lazos, domaba bueyes y caballos, y tenía los mejores perros del mundo.
Ningún perro estuvo jamás mejor adiestrado que aquellos que mi papá enseñaba. Los que me leen creerán que exagero, pero a los perros de mi papá solo les faltaba hablar. Todo lo demás lo hacían bien, entre esas cosas no entrar jamás dentro de la casa. Si alguno no hacía las cosas como era, dejaba de formar parte de su plantilla. Así de sencillo. Decía: ‘no se le puede dar comida a un perro que no sirva’.
Los perros de mi casa comían una vez al día, en la noche. Eso era religioso. Mi padre se levantaba de la mesa y les llevaba la comida a cada uno. Y no había lugar donde matara un cerdo de donde no regresara con las vísceras. Eso sí, no permitía que los canes estuvieran en la ventana del comedor y si a alguno se le iba un pedo, tenía problemas. Pero hasta a evitar eso aprendían.
En esos días de lluvia, entonces, pelábamos maní. Los tres, y a veces los cuatro, porque se sumaba el viejo Lengue -mi abuelo-, cada uno con un martillo o con algo que sirviera para machucar la vaina, porque no había tantos martillos. Y hacíamos competencia para ver quién habría más vainas y tenía una pila de maní más alta. No había forma de ganarle, ni aunque hiciéramos trampa, o aunque el abuelo nos pasara de su pila para que la nuestra pareciera más grande.
Una hora después nos comíamos un dulce de maní, luego almorzábamos -o antes- y ya en la tarde, después de tres horas -no antes- salíamos a jugar en los charcos que habían quedado en el potrero, nos metíamos en la cañada crecida, o simplemente correteábamos un poco, hasta que volvíamos a la casa, nos bañábamos y a esperar la noche. Esas noches en la que los ranatoros del nacimiento del río Delgado hacían una fiesta enorme y la sinfonía, mientras se apareaban, podía escucharse a cuatro kilómetros de distancia.
Extraño esos días de lluvia, aquello de romper maní y tostarlo, lo de jugar en los charcos de agua limpia sobre la hierba verde del potrero, el cantar de los ranatoros que los clarias se comieron, al viejo Lengue, pero sobre todo extraño a mi padre. A veces tengo deseos de comerme uno de esos dulces que hacía mi madre, pero lo amortiguo con otra cosa. Lo que nunca he podido superar son los deseos de hablar con mi viejo, y hace casi 11 años no lo hago.

Check out our other content

Check out other tags:

Most Popular Articles

Verified by MonsterInsights