Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
La Habana.- El Mundial Juvenil de Béisbol de 2006 se jugó en la región central de Cuba. Los jugadores y la prensa tuvieron su cuartel general en Sancti Spíritus y desde allí se movieron a las provincias limítrofes: Villa Clara, Ciego de Ávila y Cienfuegos. La gran mayoría de los partidos se jugaron, sin embargo, en el estadio José Antonio Huelga, de la capital espirituana, uno de los últimos construidos en Cuba y con problemas en el acabado, por demás. En la sala de prensa no se podía estar cuando alguien descargaba el baño adyacente. Los olores del sanitario se escapaban por uno de los tragantes del piso, lo cual era motivo de bromas para el grupo de periodistas acreditados, que solían abandonar el lugar cuando alguno de los pesos pesados acudía al lavabo.
En el Mundial había muchas estrellas, algunas de las cuales llegaron luego a Grandes Ligas, como Aroldis Chapman, Dayán Viciedo, Leonys Martin o Mike Moustakas, por solo mencionar a los más conocidos. Los tres primeros, cubanos y el cuarto, estadounidense, activo como el veloz lanzador holguinero, último en aquel staff que contaba, además, con Freddy Asiel Álvarez, Juan Yaser Serrano, Frank del Valle Arrebato, el propio Viciedo y alguno otro más, que ahora no recuerdo.
Si usted se pasa una semana en uno de esos hoteles de Holguín donde suelen alojar a la prensa, o a los que no son muy importantes, puede estar seguro de que comerá arroz amarillo o congrí los siete días, sin excepciones. Los holguineros no andan creyendo en eso de que a los de otras provincias, entre ellas la capital, les gustan las sopas y los potajes. Allí es a base de comida seca todo el tiempo, sin importar que alguien padezca de hemorroides o de estreñimiento, como ocurrió en un torneo de softbol de la prensa. Pero en tierras espirituanas todo es diferente: el potaje forma parte del menú diario, mañana y tarde. Y no importa que el único color de los frijoles sea el blanco.
En aquel Mundial de septiembre de 2006 había un grupo de periodistas cuyas edades iban desde los 23 años hasta los 80. Unos empezaban y otros casi se despedían de la profesión. Estos últimos se aferraban a un oficio que los había enamorado desde siempre y que los había convertido en unos privilegiados, porque detrás de los equipos de béisbol le dieron al vuelta al mundo en copas mundiales e intercontinentales, topes, Juegos Olímpicos, Panamericanos y cuanto torneo más hubo por ahí, por cualquier lugar.
El primer día nos recibieron con potaje de frijoles blancos, pollo, arroz, cuatro galletas de las cubanas -duras como palos-, un requesón medio raro, y un refresco de sirope. Era el almuerzo. La comida fue idéntica. En el desayuno del día siguiente entraron solo las galletas, el requesón y el sirope, y así cada día durante casi dos semanas. Por la calle algunos compraban pizza, algún pan con algo o un batido, pero esas mezclas no cayeron bien en el estómago a alguno, entre ellos al que esto escribe, que tiene sus problemas estomacales desde que Nongo, la mujer de Antonio Padilla, me curó un empacho con seis años de edad. Ese día me regó un poco de manteca de puerco en el abdomen y apretó desde el esternón hasta abajo con tanta fuerza que salí corriendo para atrás de una cerca de piña que deslindaba la finca donde vivían con el Camino Real, a evacuar todo lo que tenía dentro. De milagro no boté los órganos.
Un día, unas de esas tardes plomizas aún de septiembre, regresábamos para el juego de por la tarde al José Antonio Huelga, y luego de un rato en espera de que arrancara el partido de turno, entre unos rivales que no recuerdo ahora, se sintió un olor tremendo en la improvisada sala de prensa, y enseguida alguien bromeó con aquello de que era el tragante, la frase habitual cuando aparecían los olores.
Sin embargo, uno de los periodistas, el que fungía como jefe o coordinador del grupo que había ido desde La Habana, se levantó de donde estaba y se sentó en una silla en la esquina. La peste se multiplicó por mil desde que se puso de pie. Y a un fotógrafo amigo, de los jodedores de verdad, se le ocurrió una frase genial.
-¡Esto es una cagástrofe! -casi gritó.
El padre de Yoandy Baguet, el que después fue pelotero de Sancti Spíritus y que se ocupaba de las cosas de la prensa, intentó aplacar la hilaridad de los presentes, cuyas carcajadas tenían más que ver con lo de la «cagástrofe» que con quien se había hecho las necesidades en el pantalón, y que se mantenía hosco en una esquina, alejado del resto, que ya comenzaba a abandonar el lugar.
-Dile al chofer que venga un momento, por favor -me pidió Baguet mientras yo dejaba la sala de prensa. Y tres segundos después me encontré al conductor sentado en el maletero de un viejo Lada de color rojo mareado, que antes había sido azul, y mucho antes anaranjado, porque todos esos colores se veían en su destartalada carrocería.
-Fulano (juro que no recuerdo el nombre y, además, hoy no es día de nombres), dice Baguet que vayas, que tienes que llevar a alguien al hotel -le dije y aquel hombre se levantó como movido por un resorte, pero dos segundos después salió malhumorado y casi gritando:
-Este Baguet está loco. ¿Por qué no mandan al viejo ese, que se cagó, en la guagua? La guagua tiene asientos plásticos y es fácil de limpiar, porque si yo lo monto aquí nunca más voy a poder montar a la novia, ni a nadie -me dijo y se sentó con los brazos cruzados, en franca señal de protesta, de nuevo sobre el maletero.
Poco después, el ómnibus, un Girón VI, partía con el veterano periodista hacía el hotel. El resto, entre bromas, nos reíamos de los efectos de los frijoles blancos, el requesón y aquel sirope mágico. Al atardecer, cuando entramos al restaurant para comer, antes de irnos al juego de la noche, el primero que vimos con su plato de frijoles blancos fue al autor de la cagástrofe, y nos dimos cuenta que ya no tenía remedio. Murió poco después, dicen que de un mal de estómago.
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