Por Jorge Sotero
La Habana.- Manuel Marrero, el primer ministro de Cuba es un hombre enfermo. El mal del poder lo agarró y no lo suelta. Es una enfermedad de larga data, que arrastra desde que era gerente de hoteles y corporaciones y que ha cargado con ella hasta nuestros días, hasta su puesto al frente del gobierno cubano, como hombre de confianza de Raúl Castro.
Marrero, como puede verse en la foto, tiene una barriga enorme. No me extraña, porque está enfermo de gula: tiene una obsesión permanente por comer y eso se ha traducido en libras y en una panza enorme, que debería abochornarlo en un país donde más del 95 por ciento de la población pasa hambre y dificultades sin límites para encontrar los alimentos, según una encuesta reciente de una entidad independiente encargada de velar por los derechos humanos en la isla.
El flamante primer ministro visita cada semana diferentes lugares del país. A veces pregunta sobre algo específico, o se interesa por los pormenores, pero su mente está en la comida, en la merienda posterior, en lo que tiene que probar. Y lo hace sin miramientos, sin medidas, como si hiciera mucho tiempo que no hubiera comido.
A veces, por cierto, llega a los lugares y lo primero que hace es ir a un baño, porque, dice, que algo le había caído mal a su estómago, cuando en realidad no es el “algo” sino la cantidad que comió previamente.
Incluso, cuando viaja al exterior, lleva cocinero, pantrista y hasta repostero. Su séquito, tan numeroso como el del presidente Miguel Díaz-Canel, incluye hasta su barbero personal, la encargada de preparar su ropa, sin contar escoltas y la pareja de turno.
Esa es la vida que se da el primer ministro cubano, un barrigón, como casi todos los que dirigen en el país, que cree que mientras más pronunciada se vea la panza, más respeto y admiración inspirará en sus súbditos.
Y acá no voy a hablar de la vida de lujos de sus hijos, de su familia holguinera… porque la enfermedad de Marrero salpica a algunos de los que llevan su sangre. Este gordo es otro de los que tendrá que salir huyendo un día, o pagar por todo lo que ha hecho durante muchos años.