Por Esteban Fernández-Roig
Miami.- Un domingo como a las cuatro de la tarde estoy acompañando a mi padre, mientras jugaba al cubilete con sus amigos en La Viña Aragonesa. Mi madre decía que yo era el único que podía sacar a mi padre de una barra.
De pronto le dije al viejo: “Vá-mo-nos” dividiendo el “vámonos” en tres silabas para imitarlo y congraciarme con él. Me dijo: “¿Tú sabes dónde puse mi sombrero?” Sonriente y triunfante le dije: “Ahora te lo traigo, papi”.
Salimos de La Viña, mi padre estaba contento y me dijo: “No tuve que pagar por una sola cerveza, todas las gané con los dados del cubilete, las pagaron Joseíto el Colorado y Carlitos Pernias”…Y se rió.
Derechito, sin dar un solo tumbo, y hablando coherentemente nos dirigimos para nuestro hogar en la esquina de las calles Pinillos y Soparda. Caminábamos por la calle Habana, al llegar al Casino Español de Güines, doblamos a la derecha.
Mi padre tenía el mérito (o el defecto) de poder tomarse 10 o 12 cervezas Polar y no notársele. Desde luego, yo con solo mirarle a los ojos sabía si se había tomado una sola.
Ahí nos frenó al lado un carro, manejando iba un señor y al lado su esposa, en el asiento trasero iba un muchacho mayor que yo. Mi padre se puso pálido, la mujer abrió su ventanilla y la del muchacho mientras le decía: “Manolín, saluda a Esteban…”
Yo me puse nervioso, supongo porque el joven me pareció que no estaba bien de su cabeza, pero lo que más me asustó fue ver que -por primera vez en mi vida- el rostro de mi padre estaba lleno de lágrimas. Toda la escena me parecía irreal. No sabía a qué atenerme. Lo que más me sorprendía era que mi padre miraba al joven con la misma ternura que nos miraba a mí y a mi hermano Carlos Enrique.
De pronto, María Ortega y Castellanos (hermana de Panchitin, José Agustín, Manolo y Joaquín Ortega) con pocas palabras despejó toda la incógnita: “¡Chico, Manolín, saluda a tu padre!” Fue como si me hubieran dado con un bate en la cabeza. Me quedé frio, estupefacto.
Traté de mirar a mi padre, pero en ese instante él introducía su cabeza por la ventanilla y lograba un apretado abrazo del muchacho. Mi padre se despidió de su ex esposa y de Guido Vega.
Papi me dio la mano y me llevó, en total silencio, hasta la casa. Ahí me dejó y me dijo: “Ahora vuelvo”. Inmediatamente acosé a mi madre con 20 preguntas.
Sólo me dijo: “El muchachito sufrió de meningitis, una fiebre muy alta le atacó el cerebro y después de grande creo que fue recluido en una institución en La Habana, pero yo no estoy segura”.
Y acusatoriamente le dije: “Y ¿por qué mi padre nunca me ha dicho nada?” Mi mamá me dijo: “Él nunca toca ese tema, es muy doloroso para él”.
Mi padre llegó tardísimo y esta vez sí se veía que había tomado. No me dijo una sola palabra y se acostó a dormir. A la mañana siguiente solo atiné a preguntarle: “Papi ¿tomaste mucho porque viste a Manolín?” Y mi padre simplemente me dijo: “Oh, no ¿tú no lo has notado? Yo estoy borracho desde que ese niño se me enfermó».
Muchos años después, ya siendo un hombre, Manolín regresó a Güines, a la casa de María Ortega Castellanos en el Residencial Mayabeque, cerca mi casa. Se sentaba en un sillón en el portal, se mecía rápidamente, cuando yo pasaba me quedaba un rato junto a él y conversábamos. Llegó a reconocerme perfectamente bien. Cuando falleció ya yo estaba en el exilio.