Por Jorge Fernández Era ()
La Habana.- Poco duró mi traslado en una moto con sidecar junto a Alina, desde su barrio y rumbo al Tribunal Municipal de Matanzas. Más allá del estadio Victoria de Girón, antes de llegar a la Plaza del Mercado, nos esperaba un carro patrullero con dos policías que nos hicieron detener la marcha y le pidieron la identificación al chofer y a este que soy yo. «Usted no», fue la respuesta a mi amiga ante su pregunta sobre si debía también enseñar su carnet de identidad. «Tiene que acompañarnos —me dijo el que iba al frente de la redada—, pues viola la medida cautelar de reclusión domiciliaria que le ha sido impuesta». Esa película la había visto otras veces, así que le respondí que dicha medida es ilegal. Alina adujo dos o tres cosas más muy bien dichas, pero la orden ya estaba dada y me montaron en el automóvil.
Dentro de la Unidad de la Policía de la Playa —así le llaman— no hice mucha estancia. En una oficina, una instructora policial me leyó la cartilla y me recetó otra de las tantas actas de advertencia que poseo —ya perdí la cuenta de cuántas—, para luego solicitar dos testigos que constataran mi negación a firmarla. Con ella y con otros dos uniformados tuve un respetuoso intercambio de criterios respecto a las leyes, como respetuoso fue también el trato en el trayecto hacia La Habana de los dos agentes del orden que me habían detenido.
Exactamente a las 9:25 salimos de la «playa», y a las 10:20 llegamos al punto de control antes de llegar a otra: Brisas del Mar. Allí hubo que esperar un buen rato a que arribara un segundo carro patrullero donde venían —¡vaya deferencia!— cuatro personas a mi rescate: delante dos policías (él y ella), y atrás dos agentes de civil, el primero muy conocido: fue quien me trasladó hacia Zulueta el día del calabozo inaugural y luego hacia Zanja en el primer intento de manifestación pacífica en la Plaza. Me cacheó y me puso las esposas. Deseé buen día y di las gracias al policía matancero: «¿Vio qué trato más diferente me están dando?». Por él respondió «el compañero que me atiende»: «El que merece».
Y no. Ya no es el (único) compañero que me atiende. El que venía con él —un mulato alto y forzudo que identificaré como «Unonoventaicinco»; se vanagloria de su «altura» y dice nombrarse Yordan— se presentó como quien se hará cargo de mí en lo adelante. «Lo sé todo sobre ti. Ahora comienza esto. Y bueno que se va a poner…», reiteró durante el recorrido en la animada y divertida discusión que sostuvimos, repleta de amenazas hacia mi familia y hacia mi integridad personal («Después que te cojan en prisión, vas a lavar los calzoncillos de todo el mundo»). No se cansó de asegurar mi condición de «contrarrevolucionario» y «mercenario», y yo tampoco desmayé apuntándole que la contrarrevolución en Cuba la representan ellos y quienes manejan sus hilos.
Curiosa reflexión hizo el policía-chofer, que no pudo aguantarse para meter la cuchareta: «Con lo bien que te pagan, y mira cómo vives. Hay que ver cómo está ese apartamento…».
Si no fuera por la gravedad del hecho de que no hay gasolina para las ambulancias y sí para que tipejos como Unonoventaicinco me trasladen (cien kilómetros mediante) hacia la casa y pierdan el tiempo (y el erario público) con uno, podría decir que es el viaje más cómodo que he hecho desde la Atenas de Cuba.
Lo que pasó (o pasará) conmigo no es ahora lo importante. Culminó el juicio y le impusieron una multa a Alina. Que no se salieran con la suya en una posible pena de prisión para la profesora e intelectual revolucionaria es una gran victoria. Esperemos entonces por sus declaraciones y próximos pasos.
Una última cosa y que lo lea bien el represor de turno: de lo único que me arrepiento es de no haber escrito nada en el papel que me presentó la oficial en la Unidad de la PNR de Matanzas. «Este espacio en blanco es para que usted se comprometa a no seguir violando su prisión domiciliaria». El deber ante la familia, los amigos, mis principios y la sociedad en la que vivo lo expliqué un día cuando cité al Silvio de los sesenta: «Mi compromiso es sencillo, solo hay dos formas de estar: o bien cogiendo el martillo o bien dejándose dar». Mi compromiso invariable e incondicional es con Alina, con los presos de conciencia, con la verdad —nuestra verdad— y la libertad para defenderla y escribirla mientras me quede aliento.