Por Jenny Pantoja
Berlín.- Ha sido una noche relevante. Darte cuenta durante casi 105 kilómetros de rápido recorrido en tren de La Habana a Matanzas que, en efecto, hay veces que cuando cruzas una línea, el trayecto se vuelve un punto de no retorno. Mucho hay en juego, incluso pareciera de pronto que es personal, pero lo que se juega es mucho más que el propio status, la existencia misma y el derecho a ganar un pedazo de pan. Más allá de todo eso, está en juego la dignidad de los ciudadanos cubanos venidos a poco menos que siervos de la gleba.
Viajé a Matanzas para asistir al juicio de la profesora Alina Bárbara López Hernández, un acto público al que cualquiera pudiera asistir pero que los policías (aquellos que decían ser tus amigos), han convertido en una danza macabra de fantasmas apuntalando al poder. Tanto temen…
El trayecto desde La Habana fue cómodo en el tren Habana – Santiago y no pensé que hubiera contratiempos. Me equivoqué. En el andén de la terminal de ferrocarriles de Matanzas se acercaron a mi dos policías y me pidieron el carnet. Luego de eso, fui detenida y me incautaron el móvil que yo lo llevaba apagado. Desde la terminal comenzó un rápido pero tortuoso camino de regreso a La Habana. Varias veces indagué el motivo de mi detención y de qué delito se me acusaba. Ninguno de los dos tenientes coroneles que estuvieron al frente de las patrullas en el traslado dio razón de la causa. Cuando dije que era un atropello y que no quería subir al patrullero, amenazaron con levantarme el delito de resistencia a la detención y que ya entonces sí estaría delinquiendo, a lo cual riposté que si no había cometido delito no entendía por qué se me detenía.
La noche se volvió una noria. En cada traspaso de carro volvía a preguntar y nada, nadie sabía; nadie tenía explicación. Fui pasada de patrullero en patrullero, tres, hasta llegar al punto de control de la salida de Guanabo. Allí esperamos, había otra detenida en el patrullero, y aproximadamente a la media hora fui traspasada al último patrullero. Los policías me decían que bajara del carro muy amablemente, pareciera que era todo un gusto. Todos eran muy jóvenes. Ninguno con más de treinta años, excepto los dos tenientes coroneles que, si eran hombres adultos y trataban de asustar o al menos, me parecieron más endurecidos. En el segundo carro me escoltó una mujer vestida de policía que más parecía una esfinge. El viaje fue rápido, una centella. Pero en el punto de control de la entrada a La Habana, pude ver como registraban cada carro que pasaba hacia la dirección Matanzas, uno por uno, incluidos taxis particulares o no. A todos les abrían el maletero e iluminaban dentro para ver los asientos. Era un registro acucioso, pormenorizado. A mí, eso me dio casi gracia. Solo pensé: hay que tener mucho miedo, temen tanto a Alina y el símbolo en que se ha convertido que tiemblan.
Sin embargo, todos parecían estar bien, se saludaban, reían, conversaban. Yo solo pensaba en aquel juego de mi infancia: policía y ladrón. No recuerdo que a nadie le gustara hacer de policía. Los roles se repartían a ciegas y de todas formas se hacía trampa; todos queríamos ser ladrones. Yo miré los rostros bisoños, los cuerpos delgados, diminutos, de quien se ve que ha pasado trabajo toda su vida y solo pensaba: ¿qué los lleva a querer hacer esto? Ojalá fuera la convicción de que realmente están del lado correcto. Si así fuera, está bien, es aplaudible y pausible. También toda sociedad debe contar con un cuerpo que mantenga el orden, pero en la nuestra, este aparato se vuelve contra los ciudadanos que no tienen que violar la ley, solo ser una amenaza o lo que ellos o el poder vean como amenazas. Eso es suficiente.
En un momento llegaron unos boinas rojas. Cuando bajaron me horroricé. Eran casi niños. Volví a mirar, en el grupo había dos civiles, uno de ellos, al mirarlo, pensé: ese es el jefe. Y en efecto, lo era, al menos entre todos ellos. Nunca hice un viaje tan rápido a La Habana, desde Guanabo. Cuanto recurso gastado. Yo solo pensaba en los hospitales donde mueren las personas por falta de transporte. Como es que en un país agobiado por la escasez, conmigo habían gastado todos esos recursos como si yo fuese una criminal o estuviera traficando órganos, drogas, ojivas nucleares. Me torturé: Cuántos niños en Oriente, cuántos viejos que mueren porque no hay medios para llevarlos a las cabeceras provinciales, porque las ambulancias no tienen gasolina y de pronto conmigo todo ese derroche.
Pensé en El otoño del patriarca y sus fantasmas en las noches, en los gallinazos del poder, que es lo que veo en la Plaza de Martí, junto a su monumento; auras tiñosas sobrevolando la podredumbre. Ellos allí, en medio de la nada, eran puros fantasmas vestidos de azul en la noche, seres que creen tener la razón porque tienen la fuerza y creen que amedrentan con añejos ruidos de cadenas. De entre los fantasmas, los más terribles son los vestidos de civil. Se ve su energía reposada, que quiere hacer ver que lo tienen todo controlado. Recordé 1984 y la policía secreta. La mirada fría y queriendo velarse en amabilidad del que supuse jefe cuando me dijo: «entre en el carro profe», como si yo le hubiera dado clases. Todos esos truquillos zonzos para que pienses: “se lo saben todo”; “saben todo de ti, hasta lo que hiciste hace años…”. Puro juego sucio, esencia de manipulación psicológica: el mirarte fríamente y decirte las cosas como si realmente fueras su subordinado y tuvieses que pararte en firme. Y luego, en mi portal, el halago de lo que él considera que soy profesionalmente: usted, que es tan buena investigadora, que ha tenido tantas buenas ideas” y yo tener que reír como si le viese cara de Tartufo. ¡Ay, Pablo!, (porque se llama Pablo) pooor favor. Y sonreí, que es lo mejor que sé hacer.
Tengan cuidado con Pablo. En su exquisitez de pretendida empatía se ve la prepotencia en persona. Me comentó que me había demorado mucho en unirme a Alina y bueno, en eso fue en lo único que coincidimos. Realmente me demoré, Pablo, me demoré en unirme a Alina, como me demoré en unirme a Payá cuando escuché hablar de él en los lejanos ’90. En efecto, tenía que haberme sumado hace rato, Pablo, pero no lo hice y soy sincera. Mas no juzgues mis tiempos que nunca es tarde si la venda cae y es buena la luz. Lo hago ahora y no para irme del país como tú y los de tu catadura piensan siempre. Muchos hay que han sido obligados por ustedes al destierro y a no ver más su patria. Son miles de Heredias, miles de Martís, miles de Mellas… Nunca esta isla sufrió tanto. Dejen la cantaleta del enemigo que paga, que en esta tierra todas las guerras se hicieron aquí adentro pagadas desde afuera. Entérate que nos quedamos sin balas en la del 68 porque no llegaban las expediciones. Pero si eso te preocupa: no me paga nadie. Cada viaje lo solvento con mi propio dinero y haciendo sacrificios que no imaginas. Entérate, Pablo, que no das miedo, das pena y conmiseración. Dice que no puedo salir de mi casa, que no puedo ir a Matanzas. Le dije que eso es anticonstitucional, que los ciudadanos somos libres a no ser que estemos bajo una pena o por orden de un juez, que la Constitución de Cuba recoge la libertad de movimiento como un derecho. Y, ¿sabes? Tu eres el preso, Pablo. Cuántas horas de soledad tu familia para nada, ya vendrá el karma para ti y los que son como tú. Por más que los fantasmas y los gallinazos revoloteen, apuntalando al poder, no tardará mucho para que el Bosque de Birnam marche sobre Dunsinane y entonces, quedarán rotos los hechizos del mal que esclavizan a esta tierra.
Hoy fui pensando en todo eso y mucho más. Hay un punto, Alina, hay un punto amiga de no retorno. Hoy lamento no haberme unido a ti en abril, como había pensado en ese momento. Es difícil tomar esa decisión porque, como dice una sabia amiga: “Cuando se cabalga un tigre, no se puede descabalgar”. Increíble como en la mañana aun dudaba de ciertas cosas que en esta noche se han hecho mi potente realidad. Después de ver hoy el obcecado reflejo de la fuerza, su miedo y su impotencia, no queda más que avanzar cabalgando al tigre.