Por Kathy Eisenring
Basilea.- Hay cosas que aún siendo evidentes pueden pasar desapercibidas como por ejemplo, el hecho de que mi infancia distaba de poco más de diez años de 1958, es decir, de antes de que tantas cosas cambiaran…y no para bien.
Todavía le quedaba a las fachadas, a las esquinas de mi pueblo las marcas de una vida diferente. Pero sobre todo cierto impacto de armonía, belleza y disfrute que aún se mencionaba, se veía como algo relativamente reciente. Mi pueblo, como tantos en Cuba, tenía muchas casas de madera, puntal alto, un medio punto también de madera y ventanas de dos hojas. Así era la mía antes de la ola de la mampostería en los 80.
Pero también cortinas de Damasco, floreros de cristal de Bohemia, vajillas, maravillosos muebles de caoba y olores de marcas ya míticas como Heno de Pravia o Maja. Collares en cajas de terciopelo, vestidos de seda verde, broches de golondrinas…
Mi abuela venía de ese mundo aunque su infancia fue de pobreza, de aquella de tasajo con boniato… también sus amigas de la misma calle o de otras cercanas vieron, vivieron aquella otra Cuba, por supuesto. Recuerdo particularmente dos casas que visitaba con ella de pequeña. Una era de una culta señora habanera que por alguna razón terminó viviendo en mi pueblo, cerca del ya bastante célebre Hershey, en su portal había un columpio doble de madera y en su casa siempre música clásica. Otra de las amigas de mi abuela tenía dos cuadros enormes que me hipnotizan cada vez que entraba. Los había comprado en Fin de siglo me dijo. No sólo no se parecían a tanto cartel y cuadro de mal gusto que pululaban por doquier, aquello era otro nivel de belleza que sólo muchos años más tarde, cuando ya no existían ni cuadros ni señora, pude identificar y fue un golpe a lo Magdalena de Proust: eran unas postales en una librería suiza y reconocí aquellas imágenes de mi infancia. Eran La primavera y El verano de Mucha.
Y sí, hay una razón para contar todo esto. La belleza es un criterio de la verdad, dijo alguien que no recuerdo. Pero también sé que equilibrio, belleza y armonía son caracteres del alma y el alma sólo puede ser libre, sólo puede buscar lo más semejante a ella misma. Sin embargo un país que sustituye todo eso por lo utilitario o peor, que denigra lo que brilla y cava y rompe y devuelve todo descolorido, desencantado y roto…no es un país sano. Todo lo hecho con amor lleva un sello y todo lo hecho mecánica y lamentablemente también lleva una marca, o un aura de oscuridad, de miseria humana…
Acostumbrar a todo un país a esa caída libre, sin derecho a lo que alza, motiva, engrandece, es un acto altamente criminal. No ver la salida hacia esa necesidad humana e indiscutible es demoledor, inhumano y condenable.
He visto en una de esas páginas de venta en Cuba que a veces aparecen en mi muro, una „ vajilla „ de plástico de un color indefinible entre verde y carmelita a 5000 pesos. No atiné a guardar la foto, entre la desagradable sorpresa cotidiana de todo lo que me llega de Cuba, entre tanta desesperanza esa „ vajilla „ ha marcado una pauta…Les dejo esta otra foto a cambio, una vajilla. Sin comillas esta vez.