Por Joel Fonte
La Habana.- El régimen castrista no se reúne con cubanos emigrados; lo hace con cómplices, con vasallos.
El discurso infame de varios de los voceros de Raúl Castro en torno a lo que eufemísticamente la dictadura llama «diálogos con la emigración» -con el señor Bruno Rodríguez a la cabeza, que es todo un hereje del dogma de la verdad, un mitómano- insiste en confundir al mundo alternando como sinónimos los términos «Patria-País-revolución»…
No es un simple error de fonética o gramática; por décadas en el discurso de Fidel Castro se instaló la idea de que todo eso era lo mismo.
Así, a la naciente dictadura que se fue instalando gradualmente desde el mismo año 1959, no se le llamó gobierno, sino «revolución», un concepto edulcorado que sugiere cambio, transformación, marcha vertiginosa hacia adelante.
Siguiendo la misma línea, a los nuevos gobernantes y sus idólatras se les definió de «revolucionarios», creándose el despectivo de «contrarrevolucionarios», de «antipatriotas» para todo aquel que no aceptara el dogal de hierro que paulatinamente Castro fue colocando al cuello de millones de cubanos.
En muy pocos años ese estigma -unido al diseño y aplicación del modelo comunista de partido único en su corriente Stalinista más aguda- hizo desaparecer todo vestigio de democracia, de libertades, y por consiguiente de oposición política.
Los que mantuvieron su rebeldía, su dignidad en alto, o fueron muertos, presos, o marcharon al exilio, no sin antes ser despojados de todo.
Somos todavía varias las generaciones de cubanos que recordamos -en un país donde barrer la memoria colectiva, sustituir la incómoda verdad pasada por mentiras es una de las armas más eficaces del Castrismo- que para poder recibir una autorización de salida de Cuba, «la carta blanca», tenías que dejar un catálogo minucioso de propiedades en manos de abusivos fiscalizadores, bienes que iban desde la vivienda o el auto hasta los cubiertos de cocina…
Como suplemento adicional, se instruía debidamente a los «buenos revolucionarios» a que dirigieran miradas de odio a los «malos patriotas» que huían, no dispuestos a defender la «sagrada revolución».
El catálogo de desprecio y agresiones se multiplicaba cuando las salidas eran masivas, como ocurrió con Camarioca, con el Mariel, con los balseros del Maleconazo…
En esos momentos las ofensas, las injurias, eran debidamente condimentadas con huevos y piedras lanzadas a los «contrarrevolucionarios».
Y siempre la voz del «líder» era la más amenazante, la más agresiva, la que mayor carga de desprecio contenía, como aquella inolvidable y vergonzosa frase castrista en medio del Mariel: «que se vayan, no los necesitamos…».
Era el odio más enfermizo del tirano que ve como pueblo, que reconoce como «ciudadanos» solo a los que le obedecen, a los que le inclinan la cerviz…
40 años después, su alumno ideológico, Díaz Canel, replicó ese mismo odio cuando el 11 de julio llamó a los «revolucionarios» a matar a palos a los «contrarrevolucionarios» en unas calles que el castrismo sigue reivindicando como suyas, aunque nos pertenezcan a todos los cubanos, entre ellos a los más de tres millones que vagan por todo el mundo porque en su tierra se les niega la libertad.
Todos ellos son la verdadera emigración; más aún, son el exilio, porque han sido forzados a ese destierro. A los que ahora tienden puentes de complicidad, a los que arrojan vergüenza sobre los cubanos que han muerto sin poder volver a Cuba con sus seres queridos, o ahogados en el mar, o en las selvas de Centroamérica… a esos lacayos les decimos que ser Cubano, Patriota, Digno, es ser enemigo de la dictadura castrista.
Un hombre que no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado.
No más temor. No más dictadura en Cuba.