Por Jorge Sotero
La Habana.- Para los teóricos del marxismo, la Revolución francesa fracasó, entre otras cosas, porque no fijó el precio del pan. Así me lo dieron en la escuela, lo puedo jurar. Y a eso, los profesores agregaban una sarta de supuestos errores más, como no crear casas-cunas para los hijos de los trabajadores.
Los que hicieron la revolución en Cuba, que aún permanecen en el poder, aprendieron la lección al dedillo: fijaremos el precio del pan, y cuando creamos que la demanda puede generar algún tipo de problemas, suspendemos la venta y punto, que es como mantenerlo fijo. Todo con tal de no violar aquellas conclusiones a las que llegaron Marx y Engels, tal vez en sus tardes de orgías.
Hace días que no hay pan en Cuba. Aclaro que me refiero al pan de la bodega, a ese mendrugo que venden a razón de uno por persona al día, y que puede ser considerado, sin temor a equivocación alguna, como el peor de su tipo en el mundo. No hay otro país donde vendan algo tan malo y que la gente reclame tanto.
Ese pan que venden en Cuba por la bodega no se lo comería nadie en África, ni en la India, ni en el desvencijado Haití, por solo mencionar algunos ejemplos. Porque en esos países venden panes de verdad, con mucha calidad, aunque a los cubanos nos digan todo el tiempo que en ciertos lugares del mundo los niños, por ejemplo, no tienen con qué desayunar. Tampoco lo tienen en Cuba.
Mis hijos de 11 y nueve años, no tienen leche. Mis sobrinos, casi de la misma edad, hace una semana no comen pan. No lo venden en la bodega, y las Mipymes dicen que los engañaron con una harina que importaron desde Uruguay, de muy mala calidad, y apenas hacen unos cachos que nadie quiere pagar por ellos.
Tampoco hay leche. Solo pueden tomar leche los niños hasta los siete años. A partir de ahí, si quieren tomarse un vaso en el desayuno, antes de ir para las escuelas, tienen los padres que obrar un milagro. Y sí, puede que en algunos países del mundo algunos niños no tengan leche para desayunar, pero en Cuba no son ‘algunos’, sino casi todos, menos los menores de siete años y los hijos y los nietos de los dirigentes.
En Cuba no hay arroz. Conozco personas que han pagado hasta 300 pesos por una libra, por una libra que es necesario escoger, porque en Cuba, a diferencia de todos los países del mundo, se escoge el arroz, porque llega con piedras, machos, gorgojos, o todo lo que a uno se le pueda ocurrir. Funciona así y así ha sido siempre, mientras los mercados del mundo, incluso los de los países más pobres, veden infinitas variedades, siempre limpio, a diferentes precios, por supuesto.
No es lo mismo arroz Jazmín, o cualquiera de los arroces de la India, que otros cosechados en Vietnam o China, donde también recolectan variedades muy buenas, pero que no regalan a Cuba, porque Cuba, por supuesto, no cumple con sus compromisos financieros.
Con los frijoles es peor. Un día un bodeguero me contó que a cada saco de frijoles que recibía, le echaba unas 10 libras de terrones y piedras. Eso, más lo que robaba en la pesa, le daba casi una arroba por saco para él. A eso nos ha enseñado el socialismo próspero que los Castro y su cohorte implantaron en Cuba hace 65 años.
Cuba ya no solo es un país pobre. Es un país lastimosamente pobre, perdido para las presentes y las futuras generaciones, donde los viejos rumian sus equivocaciones y lamentan no poder darle marcha atrás al tiempo. Algunos se lo callan, por aquello de no aceptar que se equivocaron, y otros se maldicen por haber creído ciegamente en cada sátrapa que estuvo en el poder desde 1959, que tampoco es que sean tantos, porque sobran tres de los dedos de una mano para contarlos.
En Cuba no hay pan. No solo los orfebres de la revolución no fijaron el precio del pan, que multiplicaron por 20 hace dos o tres años y que él mismo se centuplicó después, sino que lo desaparecieron. Y que no diga nadie que no hay trigo o harina disponible en el mundo: Rusia la tiene por cantidades, con buenos precios, solo que no la regala, y Cuba no tiene dinero para pagar. Ni los rusos, y mucho menos los chinos o los vietnamitas se atreven ya a ayudar al gobierno de La Habana.
Aun así, el castrismo sigue incólume. No se cae, aunque está más inclinado que la torre de Pisa. Tampoco nadie le da un empujoncito para ayudarlo a caerse, mientras un cuerpo no desdeñable de chivatos y sicarios intenta sostenerlo, a cambio, tal vez, de una caja de pollo, o unos panes a la semana.