TIEMPO DE AVENTURAS PERO NO DE PATINES

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Por Héctor Miranda ()

Moscú.- Los domingos eran para ir a casa de los abuelos a ver los cinco capítulos de las Aventuras. Los que ponían de lunes a viernes por un canal, los repetían el domingo por el otro. Había dos canales y no sé si los apagones eran la causa de las repeticiones, porque donde nací no había electricidad, ni nunca hubo. Yo sabía de las aventuras por los amigos de la clase, que cada día venían con una historia diferente, de algún personaje que yo no encontraba por ninguna parte en los libros que religiosamente sacaba de la biblioteca de la escuela cada semana, y que me leía con una avidez desconcertante.
En El Corsario Negro no había ningún Hano Momo, y menos un personaje con una cotorra que soltaba bocadillos por doquier y que siempre iba posada en el hombro del pirata con nombre japonés. Ni los amigos incondicionales de Emilio de Ventimiglia -Carmaux, Van Stiller y Moko- cantaban ningún estribillo pegajoso, como me querían hacer ver los amigos del aula, que no se perdían un capítulo y que, como todos los buenos cubanos, aunque fueran niños, comentaban al otro día en cada oportunidad que tuvieran. No era tiempo aún del Rey León ni de esos muñequitos sofisticados. Por aquellos tiempos apareció por primera vez Elpidio Valdés y los espacios dedicados a los niños estaban saturados de dibujos animados rusos.
Las aventuras eran para todos. Las veían también los mayores, entre ellos mi abuelo, que luego de ver cada capítulo entre semana, repetía el domingo. Tampoco se perdía La Comedia Silente, con Armando Calderón, y luego Para Bailar, en la tarde, aunque, si había pelota en el estadio, yo me iba a ver los juegos, como si aquellos partidos entre Quemado y Cifuentes, en el viejo estadio, hubieran sido un Yankees versus Boston de las Grandes Ligas.
Uno de esos días vi unas escenas de The Rink, aquella comedia muda de Chaplin, en la que el vagabundo se convierte en un patinador ocasional y hace maravillas en una pista, mientras cumplía sus labores de camarero de un rastaurante. Y lo decidí: tendría un par de patines y el único que podía resolver aquello era el tío Ibraim, una especie de deidad que vivía -y vive- en Cárdenas, y complacía a los sobrinos con algunos pedidos, a veces con un poco de exageración, pero eso lo postergaré para otra ocasión.
El tío se aparecía en la casa cada cierto tiempo, mientras un camión de su trabajo seguía para Sagua a buscar sosa cáustica. Uno de esos días me le acerqué, lo halé por una camisa gris que siempre usaba y le dije, como quien no quiere las cosas:
-Tío, ¿es muy difícil conseguir unos patines en Cárdenas?
-Es posible que pueda conseguir unos pares -me dijo el tío, que sabía que en aquella casa todo era para los dos, porque mis padres no permitían que uno de sus hijos tuviera algo y el otro no. Hasta los pescozones nos tocaban a ambos a partes iguales, aunque el culpable hubiera sido Lázaro, que casi siempre merecía esos ‘honores’.
El tío iba cada poco tiempo a darle vuelta a los abuelos, y a la familia en general. Cuando aquello había transporte y decenas de ómnibus hacían cada día el trayecto entre los pueblitos de Las Villas -todavía era esa la provincia, y aún había transporte- y La Habana, por el Circuito Norte. Aunque él prefería hacer el viaje en el camión de la fábrica de papel de Cárdenas, donde trabajaba, porque podía cargar más cosas, en ambas direcciones. De allá llevaba una bobina de papel, caramelos, galletas, ropa de trabajo para mi padre, y de regreso cargaba viandas, frijoles, algún puerco que engordaba con religiosa meticulosidad en un corral pequeño que tenía en el patio y que limpiaba como 10 veces al día para impedir que los olores molestaran a los vecinos.
Cuando el tío llegaba, ponía entre sus piernas su habitual maletín de caja, forrado con un nylon tan grueso que no se rompía jamás, y luego de tomarse un café y hablar un rato, lo abría y sacaba lo que traía dentro. Para los sobrinos siempre había algo, hasta que un día aparecieron los patines. Eran dos pares de patines de hierro, de los de antes, de esos que lo mismo los podía usar un niño que un hombre, porque se podían extender por debajo.
-¿Y eso qué es? -preguntó mi padre, que sabía claramente de lo que se trataba. Miró al tío y luego fijó la vista en cada uno de nosotros dos en una escena que demoraba más de lo normal, hasta que Ibraim salió al rescate…
-Son para los chiquillos, -Y quiero aclarar que él llamaba a los niños ‘chiquillos’. Incluso hoy le dice así a sus hijos, a pesar de que ya tienen más de 50 años- los conseguí por allá para que se entretengan en algo.
-Pero si eso no funciona en la tierra… -comentó el viejo al que aquellos zapatos de hierro no le agradaban nada.
-Siempre los pondrán llevar a la escuela -ripostó el tío.
-De eso nada, que yo conozco a mi gente. Te los puedes llevar.
-Yo los traje, y no me los voy a llevar. Si no los montan, que se lo regalen a alguien.
Era 1974. Cuarenta años después, cuando mi padre murió, todavía podían verse por los alrededores de la casa, sobre todo en tiempo de seca, cuando la hierba de los patios desaparecía, algún trozo de aquellos patines, que nunca pudimos llevar a la escuela y que tampoco aprendimos a montar, porque como bien dejó claro Héctor Miranda el día que el tío Ibraim nos los regaló, no funcionaron en la tierra.

(Tomado del muro de Facebook del autor)

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