Por Renay Chinea
Barcelona.- Nosotros, los Doble-Veinteañeros, es decir quienes cumplimos 20 en el siglo XX, somos los últimos Mohicanos de una rareza literaria desaparecida: la carta.
Y no me refiero solo al rimbombante Género Epistolar, de famosos que escribieron misivas, como José Martí a su madre en las premonitorias vísperas de un largo viaje hacia la muerte; o las de Napoleón a Josephine, una viuda 7 años y dos niños mayor, con quien se casó por interés y terminó perdidamente enamorado. O la de Da Vinci a los Sforza, pidiéndole un mísero puesto de trabajo como ingeniero allá por el 1483, con una pequeña incidental al final donde le dice “ah, y de paso se también pintar”.
Las Cartas comunes y corrientes fueron alguna vez nuestro día a día. Le envié cartas a mis hermanos en Angola, allá por los 80’s, con la esperanza de que el recuento anodino de la cotidianidad de casa, les hiciera más apacibles las noches de pólvora y desasosiego en un lugar a donde nunca debieron ir, en lo más recóndito de la sabana africana. Nuestra madre nos buscaba papel, bolígrafo y un sobre… y nos obligaba a escribirles.
«Querido hermano quisiera, que al recibir la presente…».
Antiguamente existían los hermanos, guerras en África y nostalgia con un cuerpo y una caligrafía de emociones puestas en palabras en forma de correspondencia. Lo que no había, era pegamento para cerrar el sobre, pero en mi casa teníamos un enorme árbol con Atejes. Me tocaba a mí treparme y sacar los racimos enteritos y sin aplastarlos.
—»¿Habrá Atejes en la selva de mi hermano ahora?» —me preguntaba mientras contemplaba el mar de cañaverales verdes desde la copa de un árbol y pensaba en mi joven hermano bajo las balas y el cielo enajenado de un país extraño, según lo que contaba.
Ha sido una grotesca mutilación que ya no se escriban cartas. En agosto del 86 me despedí de mi novia. Fue la última novia que tuve en el villorrio. Estábamos en los Carnavales de Santa Isabel de las Lajas, que comenzaban el 24 por el nacimiento del Benny Moré, considerado el 2do Padre de la Patria después de Carlos Manuel de Cespedes. Esa noche la pasamos bailando y emborrachándonos con Ron de Menta y muy juntos: a los 18 años, solo estar juntos es embriagador. Al otro día ella se iba a Praga, a estudiar no recuerdo qué ingeniería, en la Universidad de Karolina, a través de un acuerdo de desarraigo comunistoide entre países del CAME. —»Te voy a escribir todos los días…»—me prometió entre besos y más besos, con la pared de la Iglesia del parque de Lajas a mis espaldas y mis dos manos ocupadas en el manantial de amores de una chica de 18 años que no miente. Oh… a los 18 años las chicas nunca mienten: la decepción y la amargura son símbolos de madurez.
Esas paredes sin pintura y un equipo de rayos X saben cuánto se ensanchaban y henchían mis pulmones.
Y allí quedó aquel guajirito en plena madrugada, diciendo adiós a la ventana de una guagua hecha en la URSS. Cuadrada y polvorienta y ciega, con farolas redondas que se pierden en la noche… Ella se iba hasta Cumanayagua, su pueblo tendido entre el río y las montañas y al otro día en un avión a la ciudad junto al Moldava en el corazón de la vieja Europa.
La primera carta se la envié siete días después, una tarde en que fui a la Playa de Rancho Luna y cada ola me mentaba su nombre y era amargo el sonido del viento.
Habrá llegado a Praga a principios de Octubre. Ella la habrá leído como se escucha un bolero delirante… y me respondió de inmediato. Pero su respuesta vino a mí a finales de Noviembre! Le respondí y nos respondimos. Pero ninguna narración era suficiente. Me hablaba de Strahov, del puente de Carlos, el Reloj Astronómico y el barrio de la Mala Strana.
Pero qué rápida es la urgencia y que lento es el correo entre el eterno amor de Abelardo y Eloísa: Hacia el 14 de febrero ya la lentitud de las cartas nos había dejado un campo árido y devastado..
—»No puedo esperar a poseerte…» —escribió Anne Le Cerf, una vecina de Le Havre en Francia, en 1758, a su marido Jean Topsent, suboficial del Galatée, un barco francés que acababa de ser apresado por los ingleses en el contexto de la Guerra de los Siete Años. No sin sensualidad firmó: «Tu obediente esposa Nanette».
Las cartas, las acaba de descubrir Renaud Morieux, un investigador de la Cátedra de Historia de la Universidad de Cambridge, quien al estudiar la vida de los marinos franceses, prisioneros en Inglaterra en el siglo XIX, dio con un alijo de hermosas cartas de amor escritas aquellos días mayoritariamente por las esposas de los marineros franceses casi todos de la región de Normandía. Son más de cien misivas que fueron incautadas por la Marina Real Británica y nunca llegaron a ser leídas por sus destinatarios. El Oficial Topsent detenido en una mazmorra en Londres, nunca leyó los maullidos de su gatita Nanette. Ni tampoco los otros navegantes supieron de las cuitas de otras esposas y hasta aquella madre que se quejaba de un marino quien le escribía siempre a su novia y nunca a ella.
En absoluto anonimato las cartas se reubicaron en el Almirantazgo en Londres, donde acumularon polvo durante más de dos siglos, hasta que fueron trasladadas a los Archivos Nacionales de Kew y descubiertas como un prodigioso tesoro por el profesor Murieux, que ahora las lee una a una, 263 años después.
Mi hermano Piringo que era menos dado a las letras y más a los surcos de malanga y a narigonear los bueyes, también tenía que redactar su carta, dirigida a nuestro hermano en el sur de Angola. —»Aquí hay una señora presa…» —llegó a decir refiriéndose a un embalse de nueva construcción y mi madre lo recriminó con que el otro podría pensar que habían metido presa a una vieja.
Una simple carta era una institución tan grande que trascendía a la música el cine o la cultura popular. Son numerosas las canciones cuyo tema central es una carta, como aquel tango donde un paciente en fase terminal le pide a su mejor amigo que le visite, y al llegar solo encuentra la cama vacía. O la de la Fórmula V, esos Beatles españoles que empiezan con «una carta voy a escribir y quisiera no llorar».
Entrados los 90, frecuentaba la Biblioteca de la Sinagoga Judía del Vedado habanero. Entre viejos libros con olor a humedad y moho, descubrí un archivo donde se atesoran antiguas cartas. Con la ayuda del viejo Luis Chanivecki, un polaco emigrado a La Habana en tiempos de la aniquilación nazi, las pude descifrar. —»Por favor hermano, ayúdame a salir». «Te pido tío no te olvides de mí». «No me abandones a esta suerte» … «Ayúdame a salir»… El archivo, es un homenaje a las cartas que se escribieron en el siglo XX. Desesperación, desesperanza y miedo! Súplicas de ayuda de quienes estaban bajo dominio alemán y soñaban con llegar a La Habana.
Una tarde recibí una carta desde Checoslovaquia. Los de Correos, la habían mandado a una dudosa dirección cercana a la casa de un hermano de mi padre, pero siguiendo la estela de nuestro apellido Chinea, llegó no sin cierta dificultad y retraso a mí. En ella me decía que todo había acabado y que no la esperara más, entre otros episodios de cisnes en el río y algún texto de Kafka sobre el barrio Viejo de Praga donde pensaba quedarse para siempre.
Ya a finales de los 90 la última novia también me dejó. Había marchado a República Dominicana y lo que iba a ser un trámite fácil de reunificación, se convirtió en tres horribles años de espera. Yo estaba enamorado de sus uñas pintadas de rojo, y guardaba con emoción la última astilla de jabón que compartimos, pues en ella habían quedado clavadas las marcas de sus uñas afiladas. —»Todo acabó. No esperemos más…» me decía en un papel pulcro y perfumado, que me había traído una amiga suya desde Santo Domingo.
Tres días estuve escribiendo una respuesta. Párrafos enardecidos y planes de saltos a países inviables, con visas denegadas que no llegaron nunca; trenes y caminos y viajes descabellados.
Al llegar a Correos, me dijeron que no tenían sobres, ni sellos ni tampoco Atejes. Esa no-carta vino a denunciarme que una época había muerto y que el mundo, con sórdida irreverencia se estaba burlando de ella.
De camino a casa, con los ojos desenfocados por un par de lágrimas saladas, coloqué mi hoja desnuda en una papelera vacía por 23 y H, no sin cierto pudor y espasmo. Comprendí que al año 2000 estaba al doblar de la esquina. —»Si las cartas ya no pueden salir, tendré que salir yo mismo…» —me dije. Y seguí caminando…!