La historia del antiguo Egipto está llena de misterios, maravillas y majestuosidad. Durante más de tres milenios, esta civilización floreció en el valle del Nilo, creando una cultura única en el mundo antiguo. Sus pirámides, templos, momias y jeroglíficos siguen fascinando a generaciones de estudiosos y aficionados. Pero hay un aspecto de la sociedad egipcia que quizás no sea tan conocido: el papel de la mujer en el poder.
A diferencia de otras culturas antiguas, como la griega o la romana, las mujeres egipcias disfrutaban de una gran libertad y autonomía. Tenían derechos legales, económicos y sociales que les permitían poseer propiedades, heredar, divorciarse, ejercer oficios, participar en el culto y acceder a la educación. Unos derechos, dicho sea de paso, que variaban según su estatus social; de hecho, no todas las mujeres podían ejercerlos plenamente. Aunque, lo que es más sorprendente, algunas de ellas sí llegaron a ocupar el cargo más alto del estado: el de faraón.
Y es que hubo mujeres que gobernaron el antiguo Egipto con el mismo poder y autoridad que los hombres. Algunas de ellas son muy famosas, como Cleopatra, la última reina de Egipto, que se enfrentó al imperio romano. Otras son menos conocidas, pero no por ello menos importantes, como Hatshepsut, la primera mujer que se proclamó faraón y que reinó durante más de veinte años, dejando un legado monumental que aún hoy podemos admirar.
Estas mujeres fueron excepcionales, no solo por su género, sino también por su capacidad de liderazgo, su visión política, su astucia diplomática y su carisma personal. Tuvieron que superar muchos obstáculos y prejuicios para hacerse respetar y consolidar su poder. Algunas de ellas tuvieron que enfrentarse a conspiraciones, rebeliones y guerras, tanto internas como externas, para defender su trono. Y todas ellas dejaron una huella imborrable en la historia de Egipto y del mundo.
Si quieres saber más sobre estas mujeres que gobernaron el antiguo Egipto, te recomendamos el libro Mujeres que gobernaron el mundo, escrito por la egiptóloga Kara Cooney y publicado por editorial Pinolia. En este libro, la autora nos presenta los perfiles de seis reinas y faraonas que ejercieron el poder supremo en Egipto, desde los albores del imperio hasta la época ptolemaica. Cada una de ellas tiene una historia fascinante que merece ser contada y conocida.
Y si quieres saber más, te ofrecemos la posibilidad de leer un extracto del primer capítulo del libro, donde la autora nos descubrirá a la reina de sangre, Merneit.
Merneit, la reina de sangre – Escrito por Kara Cooney
Desde el principio de la formación de Egipto como primer Estado regional del mundo, el gobierno femenino no solo estaba permitido, sino que era obligatorio. Esto diferenciaba a Egipto de otras partes del mundo antiguo. Al ser un país protegido por extensos desiertos, mares tormentosos y cataratas del Nilo, no se vio amenazado por constantes invasiones ni cambios masivos de población, lo que permitió que florecieran y se desarrollaran la misma religión, estructura social, cultura e idioma, en un extraño experimento de placa de Petri, durante casi 4 000 años. El resultado fue una sociedad extraordinariamente reacia al riesgo, con pocos regicidios o golpes de Estado. En lugar de ser recompensadas por su alta competitividad en la guerra, las élites egipcias encontraron más incentivos para aceptar la estructura social piramidal y el statu quo, incluso hasta el punto de sacrificar sus propias vidas —o las de sus hijos— para que la realeza siguiera intacta. Egipto siempre sería diferente de cualquier otro estado del Mediterráneo, el norte de África u Oriente Próximo, porque su geografía y topografía únicas forjaron la realeza divina más perfecta y estable que el mundo haya conocido jamás.
El antiguo rey egipcio era inexpugnable desde el punto de vista geográfico, cultural y religioso. Incluso su nombre lo identificaba como tal: nefer netjer, «el dios perfecto». La primera realeza había pasado del dios Osiris a su hijo Horus, convirtiendo a cada rey egipcio en la manifestación viva del dios halcón Horus desde entonces. El rey era divino, incluso en forma humana, y su linaje debía seguir de padre a hijo para siempre. Para proteger esta transferencia de poder cuando se veía amenazada, la mujer era esencial porque su emocionalidad —su aparente temperamento violento, sus intrigas, sus habilidades mágicas, su amor maternal, su deseo sexual— era la herramienta necesaria para proteger al siguiente rey. Lo menos probable era que una madre se levantara en armas para competir con su propio hijo. Una esposa, hermana o hija estaría más cerca del rey sin actuar como una amenaza política potencial. Por eso, las tumbas más ricas y fabulosas que rodeaban al rey, desde las primeras hasta las últimas dinastías, solían ser de mujeres. Las reinas tuvieron incluso pirámides propias en las Dinastías IV y VI (2613-2181 a. C.), así como en la Dinastía XII (1985-1773 a. C.). El poder de la reina no competía con el patriarcado, sino que lo apoyaba, dotándolo de sólidos cimientos. Para los antiguos egipcios, lo masculino y lo femenino eran las dos caras de la moneda del poder. Las reinas eran el mejor activo del rey.
Esta inclusión de la mujer como parte esencial de un gobierno funcional también configuró la mitología y la ideología egipcias. Los fragmentos narrativos dispersos de Osiris, Horus y la diosa Isis —desde los Textos de las Pirámides hasta los Textos de los Sarcófagos, oraciones privadas y relatos mitológicos— son antiguos, forjados cuando la realeza se estaba desarrollando a lo largo del Nilo, cuando el poder femenino desempeñaba un papel nuevo e integral en la gestión del Estado, protegiendo al rey de cualquier daño, pero también permitiendo la transferencia legal y justa del poder de padre a hijo.
La reina madre era la árbitra y protectora de esta transición divina y delicadísima. De hecho, en los últimos templos dedicados a la divinidad femenina, en lugares sagrados como el Templo a Hathor de Dendera, vemos imágenes cuidadosamente elaboradas y detalladas de Isis ayudando a Osiris a renacer, en toda su gloria sexual. Vemos al dios extendiendo la mano hacia su miembro erecto, listo para recrearse a través del sexo consigo mismo, pero es Isis quien fabrica las circunstancias para que este milagro de auto-recreación ocurra, facilitando y recibiendo la semilla del dios para hacer la siguiente generación de reyes, para concebir a Horus, el propio dios de la realeza. Fue Isis quien engendró y dio a luz a la realeza egipcia. Fue Isis quien actuó como la maga que recompuso a Osiris, su marido roto, después de que su hermano Seth lo rebanara cruelmente en docenas de pedazos. Ella es el alfa y el omega de la realeza egipcia.
La Paleta de Narmer, una piedra plana con decoración figurada fabricada hacia el año 3000 a. C., es uno de los primeros documentos de la poderosa realeza egipcia, y está coronada por imágenes de la divinidad femenina. Vemos una diosa vaca con cuernos curvados. No lleva nombre en la paleta de piedra; podría representar a una de las diosas vaca Bat o Hathor. Sea cual sea su nombre, es ella quien alimentó, nutrió e instaló el poder del rey Narmer. Es ella quien lo vigila desde los cielos y apoya su reinado.
La mitología escrita más antigua de la divinidad femenina se encuentra en los Textos de las Pirámides, escritos por primera vez durante la Dinastía V (2494-2345 a. C.), en los que la diosa es madre, amante, hija, portadora de alimento, proveedora de protección, la que despierta al rey muerto y la chispa para la resurrección de la realeza. Aquí Horus, como heredero de Osiris, encuentra su lugar; los actores principales son masculinos, el sistema indudablemente patriarcal, pero estos reyes solo pueden triunfar gracias a lo femenino, a Isis y las de su clase. Del mismo modo que la ideología de la flagelación justificaba la ejecución pública por parte del rey de quienes eran vistos como enemigos deshumanizados, la ideología de Isis elevaba el estatus de la mujer real como feroz protectora del rey (su marido, hermano o hijo), así como proveedora de magia, fertilidad e incluso violencia apotropaica que orbitaba en torno al monarca. Pero esta misma ideología debió de apoyar la idea de que el rey necesitaba compañía femenina en la muerte, fomentando el sacrificio de cientos de mujeres, además de hombres, durante la primera dinastía de reyes egipcios. Su conexión con la realeza fue, para muchas egipcias, su perdición.
Irónicamente, entonces, una mujer solo podía gobernar en el más desigual de los sistemas sociales, que podía exigir semejante sacrificio humano: el más totalitario y autoritario de los gobiernos, en el que se construían gigantescas estatuas Behemot y se ejecutaba a los enemigos pública y brutalmente, salpicando al propio rey con la sangre y los sesos de sus enemigos despachados. La reina solo existía para apoyar el patriarcado, para unir a padre e hijo en una línea de sucesión ininterrumpida. (Y ese es el lado oscuro del reinado egipcio: no era una hermandad para promover a otras mujeres o ampliar la participación inclusiva en el gobierno, sino un mecanismo para sostener a un hombre, y solo a un hombre). Las mujeres de la realeza egipcia contribuían a asegurar el poder de un grupo exclusivo y elitista y, por tanto, el de sus padres, maridos, hermanos e hijos. Garantizaban prudencia, seguridad y protección.
En el antiguo Egipto, el poder femenino hizo una entrada espectacular cuando la realeza era nueva y el Estado estaba en sus primeros destellos de formación. Cuando el sucesor elegido para la realeza era demasiado joven para gobernar por sí solo, presumiblemente tras la prematura muerte del rey, se decidía que la madre del niño gobernaría en su nombre. Cuando el niño era lo suficientemente mayor y maduro para actuar por sí mismo, la mujer entregaba las riendas a su hijo con elegancia y discreción. Permitir que la mujer ejerciera el poder en nombre de un joven soberano era una forma perfecta de proteger el orden patriarcal, aunque solo fuera temporalmente. Los egiptólogos lo denominan sistema de regencia, y a la mujer gobernante, regente. Los egipcios nunca formalizaron el cargo con un título, pero lo utilizaban infaliblemente para mantener la sucesión dinástica sin una ruptura en la línea ni una invitación al conflicto entre los hombres.
En tales circunstancias, en la mayoría de los otros lugares del mundo antiguo, los rivales respaldados por fuerzas armadas se habrían abalanzado sobre él, asesinado al hijo del rey y a su familia cercana para tomar el poder. Pero Egipto, con sus fronteras protegidas, rara vez sufría invasiones del exterior. Por lo general, la competencia militar tampoco era un medio para ascender internamente (sobre todo en épocas de prosperidad y de buen gobierno). Egipto se convertiría en un país seguro y próspero, que cultivaba grano con poco esfuerzo en las ricas tierras de labranza inundadas cada temporada estival por el Nilo. No más de un puñado de reyes fueron asesinados a lo largo de su dilatada historia.
De hecho, era el caldo de cultivo perfecto para forjar una realeza divina invulnerable. Solo aquí, donde uno era recompensado —y con creces— por mantener la cabeza baja y seguir el statu quo, donde el dinero crecía con la misma facilidad que los tallos de grano, donde los ejércitos invasores siempre se veían obstaculizados por las arenas del desierto que rodeaban este enorme oasis fluvial, podía haberse desarrollado una creencia tan profunda en la santidad de la persona del rey sin empujones políticos ni cinismo. Egipto era tan próspero en riquezas agrícolas y minerales —oro, electro, granito, turquesa y cornalina— que la competencia armada entre sus gentes no era habitual. Las prudentes y astutas élites egipcias mantuvieron su realeza divina a toda costa a lo largo de tres milenios, más o menos, de gobierno nativo, incluso cuando un rey moría inesperadamente, dejando a un mero muchacho al mando de este poderosísimo país.
Aunque los egipcios denigraran el potencial gobernante de una mujer a causa de su sexo (y no hay indicios de que alguna vez lo hicieran), les convenía permitir gobernar a mujeres educadas y de élite, aunque solo fuera para proteger su próspero, incluso fácil, estilo de vida, que tenía pocos competidores externos por el trono. Si la invasión desde el exterior no era una amenaza, lo único que había que controlar eran los peligros potenciales del interior. Así pues, era menos peligroso permitir la llegada de un rey inexperto y débil que poner fin a la dinastía y cambiar la familia gobernante, lo que a su vez pondría patas arriba la Administración: los miles de funcionarios, cortesanos y sacerdotes que ostentaban la riqueza y el poder en el antiguo Egipto. Nadie quería arriesgarse a perder unas riquezas tan fáciles.
Según esta lógica, a nadie le interesaba permitir que un tío tomara decisiones en nombre de su sobrino-rey menor de edad. Ese tío era una clara amenaza interna, potencialmente desestabilizadora de un sistema cuidadosamente equilibrado de familias de élite. Los egipcios entendían que los hombres son los agresores más probables en la sociedad humana, y que el mejor interés de un tío sería matar al joven monarca y coronarse a sí mismo en su lugar. La alternativa más segura era permitir que las mujeres emparentadas con el joven rey accedieran al poder, una táctica que los egipcios emplearon en repetidas ocasiones.
En lugares como Mesopotamia o Siria, tenía sentido que las élites gobernantes apoyaran a un hombre maduro y capaz como próximo rey, nunca a un niño, porque las ciudades- Estado del noroeste de Asia sufrían una constante competencia territorial, guerras y agresiones, dentro de un sistema complicado e inestable de lealtades cambiantes. Había pocas fronteras naturales. Proteger allí a un joven rey habría sido una temeridad. Pero en Egipto, donde el Nilo crecía cada verano y retrocedía cada otoño, dejando tras de sí un fértil y rico lodo en el que sembrar trigo, cebada y lino, y donde las bandas errantes de tropas merodeadoras rara vez marchaban, la sucesión perfecta y divina debía pasar de padre a hijo en una línea ininterrumpida y sin fisuras.
Si el nuevo rey era joven y vulnerable, como el joven dios Horus estaba a la muerte de su padre Osiris en las mitologías egipcias, entonces su madre debía intervenir como protectora. Esto es lo que Isis había hecho cuando llevó a Horus al exilio en los pantanos, curando sus numerosas heridas de serpientes y escorpiones con su magia, y permitiéndole crecer lo suficientemente fuerte como para llegar a vengar el asesinato de su padre algún día y así ocupar el lugar que le correspondía en el trono. Las reinas-regentes egipcias eran las depositarias de las acciones protectoras de Isis, ya que una y otra vez la madre se alzaba para proteger las pretensiones de su hijo a la realeza y mantener este sistema delicadamente equilibrado.