Por Esteban Fernandez Roig Jr.
Miami.- Sé que gracias a mis anécdotas los he convencido de que yo fui un niño muy despierto, sin embargo, al igual que mi amigo Guicho Cronico, padecía de “precocidad retardada” y me creía todas las mentiras y supersticiones que llegaran a mis oídos.
Llovía a cántaros durante horas y estaba convencido que si quería que escampara debía pedirle a “¡San Isidro el Labrador quita el agua y pon el sol!”
Un rabo de nube en el cielo y yo corría a la carnicería que estaba al lado de mi casa y le gritaba al dueño: “¡Quinito, coge el cuchillo y ven para que cortes el rabo de nube!”
Estaba seguro que la Materva causaba impotencia… Temía que me pasara un gato negro por delante porque era símbolo de mala suerte.
Sabía “de buena tinta” que una muchacha poco agraciada del barrio que tenía un enamorado rico y bien parecido, era porque la abuela de la novia le había “echado algo” en el café al tipo para amarrarlo.
Como un bobo tenía un amuleto de un patica de conejo en el bolsillo, y en mi camiseta tenía un “azabache” para evitar que me hicieran “mal de ojos”.
Aseguraba con toda certeza que “en una finca cercana salía un fantasma”’ y que al salir del cine por la noche debía ponerme un pañuelo en la boca para evitar el sereno.
Tras la puerta de entrada de mi casa en la calle Pinillos clavé una herradura. Y tomaba “Fitina” para la memoria antes de los exámenes en la escuela.
Me convencieron que un buen susto quitaba el hipo, que al levantarme debía pisar primero con el pie derecho, y unas hojitas de albahaca en la billetera era magnífico para atraer dinero.
Acepté que me pusieran un ramo de ajos colgado en el pecho para ahuyentar a los malos espíritus.
Creí en la “Estigmatizada”, en la “Luz de Yara ”, y los días de Santa Bárbara no salía a la calle porque los santeros me podían secuestrar y sacrificar.
Y sobre todo, vivía convencido de que “¡El que gane al Almendares se muere!” porque lo dijo el gallego “Sopeira”, mientras Julián tocaba la gaita.
