Por Héctor Miranda ()
(El riego de dormirse viendo series)
Moscú.- El berro del río Delgado es el mejor del mundo: fresco, suave, picante, tierno. Las pequeñas plantas crecieron desde el nacimiento mismo y con los años se diseminaron por toda la ribera hasta cruzar la línea del ferrocarril, pasando por las tierras de los Agapito, los Mendoza, lo de Tito Coloma, incluso hasta lo de Márgaro Abrahantes, donde el río se pierde de pronto, en un fenómeno casi inexplicable, que solo los que lo han visto pueden creerlo.
El mejor berro crecía justo donde nacía el riachuelo, que en la parte más caudalosa jamás superó los cuatro metros. Pero la mejor colonia estaba en el Charco de las Carretas, un bajo de unos cinco metros de ancho y unos 10 de largo, por donde pasaron durante años los que tiraban caña con bueyes en la zona. Y también el sitio escogido por los guajiros que iban a caballo, y hasta por el ganado cuando la cuenca se llenó de marabú y era imposible ir de un lado a otro a pastar.
Unos metros antes del Charco de la Carretas, hacia la derecha, había unas piedras grandes, de esas que llaman diente de perro. La gente de la zona siempre tuvo miedo de pasar por allí, porque, según la leyenda, ocurrían cosas extrañas y se escuchaban sonidos raros, como de voces que se desvanecían en el ambiente y dejaban un eco tenebroso. La sensación ponía los pelos de punta a los que se aventuraban. Pero esas cosas fueron perdiéndose con el tiempo, hasta que me tocó a mí atravesar aquellos peñascos.
Cuando atravesé las rocas, en lugar del bosque de marabú me encontré una plantación de caña de azúcar lista para la cosecha. Sobre los güines saltaban tomeguines del pinar, en una danza de coloridos y algarabía que los llevaba hasta el río, y a los algarrobos de la ribera. Seguí adelante, porque aquel mundo no me era totalmente desconocido, pero a la vez me resultaba extremadamente extraño. Cuando llegué a la línea del ferrocarril tomé a la derecha y caminé de traviesa en traviesa, extrañado de que fueran de madera. Empecé a temer que me había escapado en el tiempo y regresado al pasado, sin saber en qué momento me encontraba.
Llegué hasta un semáforo, donde se cruzaban la línea férrea por la que iba con otra más estrecha. Saludé al hombre que estaba sentado en la caseta y tomé hacia la izquierda. Unos metros más adelante, un letrero sobre un fondo blanco me indicaba que iba destino a Palmarejo. Me detuve unos instantes, consciente de que algo raro pasaba, pero sin tener la certeza absoluta de lo que era. El hombre de la caseta salió y se adelantó unos pasos.
-¿Estás perdido, amigo?
-Creo que sí… O no, voy a Palmarejo -respondí, pero no quise revelar lo que sucedía-. ¿Usted es José, el hijo de Esteban?
-Eso dicen -respondió con un torrente de voz-. Por ahí va a Palmarejo. No tendrá pérdida -agregó y se metió de nuevo en la estrecha caseta.
Caminé unos 200 metros. A la izquierda había un potrero lleno de ganado. Y a la derecha, otro, cercado con piña de ratón, y a lo lejos se veían unos bohíos con techo de guano y paredes blanquísimas. La visión era espectacular, pero constantemente me asaltaban las dudas sobre si debía volver sobre mis pasos o seguir adelante. Seguí, y de pronto, de un recoveco del camino, se me apareció un campesino sobre una yegua flaca, con un puerco como de 80 libras, que llevaba por delante, cruzado casi sobre sus piernas y el pico de la silla de montar.
-¿Quiere vender ese puerco, amigo? -le solté de pronto.
-Buenos días -me respondió, dándome una lección de educación que me sonrojó-. Se lo acabo de comprar a Gilberto Martínez, el guajiro que vive en aquella casa a la izquierda. Tienes que coger por el camino que baja de Palmarejo y sigue para Coloma. ¿Usted no es de por aquí, verdad?
-Sí, soy de por acá. Soy de los Miranda.
-Los únicos Miranda que conozco son los de Chito y Lengue y a ti no te conozco.
-¿Cómo usted se llama?
-Francisco García. Pero por ese nombre no me conoce nadie. Para la gente soy Kan, el Kan de Palmarejo, y vivo en la casita que está a la derecha. En la primera, porque en la otra viven los Pire. Si quiere un puerco, llegue donde Gilberto, aunque ahora en su casa solo están Rosa, la esposa, y su hijo Gilbertico, un niño pequeño.
-¿Y a cómo está la libra de puerco?
-Gilberto no tiene pesa. Lo vende a ojo de buen cubero. Este me costó 60 pesos…
-¿Dólares…?
-¿Cómo que dólares? Pesos… de los de siempre. ¿Usted de dónde viene, dígame la verdad?
-Gracias, Kan. Sigo hasta Palmarejo.
Y seguí. A la izquierda, antes de la casa de Gilberto, que se escondía detrás de unos atejes, había otra, y se me ocurrió pensar que era la de Bernardo. Y luego otra -la de Emelina- y una mata enorme de mango… Conocía aquel lugar, y hasta el guajiro que se acercaba en un caballo flaco, con un tabaco en la boca.
-¿Qué tal, Carreño? -Le dije cuando me pasó por el lado.
-¿Qué hubo? -respondió, me miró asombrado e iba a decir algo pero se le cayó el tabaco y el caballo medio que se le encabritó, porque quería coger unas hierbas de guinea de la orilla de la línea del ferrocarril.
Seguí por el camino de la derecha. Dejé atrás la casa de Bolillo y Hortensia. Había alguien fuera, saludé con la mano y continué. Unos 400 metros después, o un poco más, pasé frente a una escuela, donde solo había dos alumnos y un maestro. Era una escuela pequeña, de mampostería y piso de losa, con techo de fibrocen. Detrás, unos 200 metros, había un par de casas, y unos hombres hablaban debajo de una ceiba. Uno de ellos, no tenía dudas, era Ismael García, el chofer del Carahatas, como se llamaba a los vehículos que transportaban pasajeros por aquellos campos. Pero no me detuve.
La línea había quedado a la izquierda y se perdía entre una hilera de marabú, que al parecer siempre estuvo allí. Pero más adelante volví a encontrarme los rieles. Había muchas matas de mango, un par de casas, una tienda. Estaba en pleno Palmarejo, podría decir que en el down town. Las primeras casas eran de los Caraballo, de Picho, y en la tienda vi una mujer gruesa detrás del mostrador. Pregunté si vendían agua y soltó una carcajada, que acompañó otras más joven que salía en ese momento de la trastienda.
Di la espalda medio acomplejado y tiré a la derecha. Iba a casa de Rabuja Franco, como le decían al viejo Manuel. La vereda me parecía un poco rara, pero caminé un buen trecho y me encontré una casa, con una mujer asomada a una ventana, un muchachito de unos 10 años jugando con unos perros al lado de un barril, en el fango rojo, y una niña de pelo medio rubio que saltaba una suiza debajo de una ceiba enorme, con una de sus raíces taladas en forma de tina para que comieran los cerdos.
-¿Buenas, Rabuja está?
-Buenas… Está allá, detrás de la cerca aquella. Está recogiendo frijoles con Antolín, el hermano.
-¿Y venden frijoles?
-Claro. Acá se vende lo que se cosecha, sobre todo frijoles… me dijo en tono amable, pero acto seguido le gritó al niño-: ¡Manoloooo, deja esos perros ya, que te van a morder como la semana anteriooorr!
Entonces cruce la cerca por la puerta, que tenía unas láminas de zinc en la parte de abajo, para evitar que los cerdos y las gallinas pasaran al otro lado. Y una vez estuve en la cabecera del campo de frijol, me salió un guajiro al paso.
-¿Qué se le ofrece, joven?
-Necesito ver a Rabuja Franco…
-Yo soy Manuel Franco. Eso de Rabuja es solo para los amigos. ¿Quién es usted?
-Soy el hijo de Héctor Miranda…
-jajajajaj… cucha esto, Antolín. Dice que es el hijo de Héctor Miranda. No sabe que Héctor Miranda tiene dos hijos, uno de seis o siete años y otro más chiquito -y se volvió de nuevo hacía mí: -diga qué necesita.
Estaba en un atolladero. Rabuja tenía la mano derecha en el cabo de un machete que llevaba en una vaina de piel recién curada, y Antolín se acercaba con un trozo de palo en la mano.
-Perdón… es que quiero comprar frijoles… balbuceé.
-¿Y por qué miente y dice que es hijo de Héctor Miranda?
-Es que no conozco a nadie por acá y se me ocurrió -respondí aún nervioso.
-¿Cuántas libras quiere?
-Unas 10 libras, si acaso. ¿A cómo es la libra?
-A 40 centavos -respondió. Y cuando Rabuja y Antolín salieron a buscar los frijoles, salté sobre la puerta de zinc y eché a correr hacia el río para cruzar las piedras y volver a la realidad.
Luego de 20 minutos de carrera agotadora, pasé a un lado del Charco de las Carretas, me adentré en las piedras en sentido contrario y regresé a 2023. Había estado en 1973, me había reencontrado con gente que conocí cuando era muy niño, hacía medio siglo. Lo supe, creo, desde el primer momento, desde que vi cientos de vacas pastar libremente, las tierras sembradas de caña, los bohíos, guajiros en el camino de Palmarejo, cerdos baratos, frijoles aún más… y personas que habían muerto mucho antes, como cuando eran jóvenes.
Sonó el celular que tenía en una banqueta al lado de la cama y lo primero que miré fue la fecha: 15 de noviembre de 1973 decía en la pantalla. Lo miré de nuevo y empecé a pensar que me estaba volviendo loco. Todo por Outlander, la serie.