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Por Renay Chinea

Barcelona .- El ser humano es un animal totémico. Los antiguos guerreros en la baja Edad Media le tomaban una devoción tal a sus espadas que llegaban a otorgarles poderes sobrenaturales.

Excalibur (Ex Calce Liberatus) fue idolatrada en manos de Arturo, el Primer Rey Britanno que supuestamente la arranca luego de estar clavada en una piedra, en consonancia con una leyenda de Hércules.

Luego están la Durendal, de Roldán el sobrino de Carlomagno, caído en Roncesvalles a mano de los Sarracenos, quien quiso romperla contra una roca para evitar que la tomara el enemigo, pero era tan duro su acero, que rompió la roca; o la Tizona, del Cid Campeador cuya estela de sangre se pierde en La Historia.

La Excalibur, parece una variante de la Leyenda de la Espada Gram, cantada en una saga Escandinava donde Sigurd da muerte al tenebroso Dragón Fafner. La última alusión literaria a esta arma, está en la tumba de Borges, en Ginebra:

«Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert». (El tomó la espada Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos).

Elina, está convencida de que su Ford Fiesta del 93, tiene poderes especiales. Se lo compró una tarde por un puñado de euros a una señora argentina que vive en Barcelona, y que durante casi 20 años solo lo usó para moverlo unas cuadras e ir a comprar el pan.

—Mira Papi… parecemos novios—me dijo el otro día mientras íbamos en el cacharrito rumbo a Girona a no sé qué trámite. Los colores de la tarde de otoño y el capó granate del Ford, nos llevó a aquellos días, en que su padre nos prestó un viejo VW Senda, con el que recorrimos la mitad de Argentina y era del mismo tamaño y color. Fue un viaje de novios aventureros, con paradas en fondas de pueblo y hotelitos baratos por ciudades perdidas a lo largo del litoral del Paraná, Entrerríos, Resistencia, Misiones y la frontera con Paraguay.

Estaba cantado que el hombre adoraría los coches, como hizo antes con espadas y caballos. En la noche triste de Tenochtitlán, del 30 de Junio de 1520, Hernán Cortés perdió casi la mitad de sus hombres y salvó el pellejo a duras penas, gracias a los metales de su caballo Molinero, un recio árabe que se había traído de Córdoba, y que luego le cambió el nombre y le puso: Cordobés. Lo trajo a su vuelta a España, le quitó las bridas y lo enterró con honores en el antiguo Palacio de Montpensier, en Castilleja de La Cuesta donde pasó sus últimos días el Conquistador.

Uno dice totémico para no decir exaltado en ignorancia o devoción. Hace poco nos fuimos a Suiza de vacaciones, y en el lado francés nos alquilamos un Tesla. En verdad tenía ganas de probar un coche eléctrico, pues las restricciones a los carburantes fósiles está siendo mandatorio en España y vamos a tener que cambiar.

En la carretera, el Tesla despierta devoción. Es el amo: 450 Caballos y 4,2 segundos de 0 a 100. Vuela silencioso sobre el asfalto mientras unos levantan el pulgar y otros te miran con ese brillo jubiloso como si quien corriera fuera yo mismo a pie, o peor, como si yo tuviera el dinero de Elon Musk.

En pocas palabras: Prestigio y Admiración.

Hace pocos días que tenemos el coche familiar en el taller para retocarle la pintura, y he estado yendo a buscar a Lucas a su escuela en el Fiesta de Elina.

Cinco años llevo buscando el mismo niño en la misma escuela y haciendo lo mismo: tres broncas me he buscado en los últimos tres días, y todas por andar en un coche que no despierta admiración.

La Aporofobia (desprecio a los pobres) es un concepto que introdujo en 1995 la filósofa valenciana Adela Cortina.

Mientras espero a Lucas en un cacharro desvencijado —que es lo que es— a pesar de los ojos de Elina, una chica me mira con desprecio y me increpa por estar en él esperando a Lucas. Y me hace una seña y hasta intenta que circule, “que hay alguien detrás”, me dice.

—Que salte!— le respondo y le regalo una sonrisa bien oronda.

Y un calvo pelado y cuarentón se suma al aquelarre:

—Es que yo no entiendo por qué no aparcas allá detrás y vienes a pie a buscar al chico?.

—Lo he intentado, pero no me sale…! — les respondo.

Y empiezo a ver el panorama como lo ven ellos. Es que soy pobre a sus ojos, y por reflejo, la gente huye y le toma fobia a lo que no quiere ser, —explica la Profesora Cortina. Veo en sus ojos el púlpito elevado de su superioridad moral. Soy un sarraceno pobre, lo cual es ya un delito. Soy un moro, un indigente conduciendo el coche que no quieren tener, un infractor.

—Es que no entiendo -sigue enfrascado en preguntar el Calvo.

—Es que no me salió —le vuelvo a responder…

—Bah… que dices tío… ¿no te salió de qué!?

—De mis santos cojones, señor —le quise responder, pero ya estaba Lucas acomodándose alegremente su viejo cinturón en el asiento a mi lado! Pero una sonrisa burlona y de oreja a oreja, más un acelerón, sí les dejé.

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