Por Enrique Guzmán Karell ()
La Habana.- Mi amor a primer oído por Geethali Norah —y vaya nombre hermoso—, la chica de New York y Texas, la hija de una productora norteamericana y un músico de culto bengalí, lo recuerdo tan claramente que ahora mismo me veo en la casa de música Zivals, en la esquina de Corrientes y Callao en Buenos Aires, tengo 37 años, y como todos los viernes, me perdía en sensibilidades acústicas imposibles poco tiempo atrás.
Zivals era entonces un paseo de horas y dólares escasos, un escape a otros mundos, a caminos que poco después devolvieron un yo quizás no tan diferente pero otro, gracias a Contrane, Zawinul, Matthews, Jarret, y la posibilidad de acceder a universos que, sin estridencias, le abren la cabeza al más pinto, por su libertad discreta, tan poco solemne que no se declara.
Aquel día por primera vez supe de la hija de Ravi Shankar, pues fue el dato más claro que me trasmitieron los atentos y eruditos empleados de aquel lugar, cerrando el verano invertido del 2002, en un país que se atragantaba su séptimo presidente en apenas tres meses.
A Norah Jones la escuché y la volví a escuchar, como hacía con los nuevos discos que llegaban lejos. Cai maravillado ante sus tonos, sus lentos que apuran y sus espacios que acercan. Su ‘Come away with me’ también me llevó a buscar en el legado de un padre del que solo conocía su relación con The Beatles y George Harrison.
No exagero, Jones me enamoró, como a tantos otros, aunque por entonces ya no se me daba colgar posters en la pared.
Hermosa, sensual, con su voz azul, dueña de notas y timbres justos, suavemente intensos.
Geethali apostó por una mezcla arriesgada pero simple —simple para neófitos musicales como yo, claro está, pues no hay nada más difícil que lograr que parezca sencillo—, donde habitaban el jazz, el country, el pop, en una entrega que siempre pensé se hacía con instrumentos «puros», lejos de los artilugios y las excentricidades de un pop y un hip-hop que por momentos parecían contaminarlo todo.
Jones era la chica perfecta para un nihilista en fuga redundante, un sibarita de cantado pero incierto futuro, al que solo importaban sus afectos, los mundos subjetivos y la ficción, en sonidos y letras.
A mí si me alegra que vaya. Incluso que regrese. Que tenga una cátedra, si posible. Aunque solo sea para que quienes no la conocen, atraídos por la polémica y el ruido, se acerquen a uno de los sonidos más hermosos de este siglo. Y quién quita que ese los lleve a otro y a otros y al de más allá.
Y digo más, no solo que vaya, sino que toque su bien calibrado piano y cante en la Plaza, la Ciudad Deportiva o el malecón.
Total, si negarlo todo todo el tiempo es lo mismo que siempre ha existido, aunque hay por ahí quien dice que es por lo opuesto.