Por Jorge Luis García Fuentes ()
Hermosillo.- No soy muy fan de Norah Jones. Aunque reconozco sus valores musicales, su voz se me hace dulce y cálida, y me funciona en determinados momentos de paz —preferentemente con una copa en la mano—, de entre las mujeres del universo country prefiero a otras, bastante menos catedráticas —o bastante más jíbaras— y en general sus canciones me producen un poco de sueño.
Repito, reconozco su calibre, y en circunstancias normales me parecería un suceso afortunado que se presentase en una Cuba decente, o regalando su buen arte al empobrecido pueblo de una nación hundida en tremendo lodazal de reguetón.
El problema es que, según el producto que en su propia cuenta se divulga —así con ese diseño de cartel retroidílico, de edulcorada caricatura con paisaje primoroso y almendrón—, la cosa va más bien de negocio para camajanes de la cúpula, turistas que disfrutan La Habana como quien va a un zoológico y nuevos ricos del socialismo bancarizado.
Y eso, aparte de ser un derecho para quien pueda pagarlo, unos más legítimamente que otros, en realidad es una burla, una simulación de normalidad en un país atado de pies y manos por la dictadura más inútil y empobrecedora de todas.
Probablemente Norah Jones no tenga mucha idea de que Cuba es algo más que una postal o las escenas iniciales de Fast & Furious 8. Acaso busca un escenario tropical con museo de la guerra fría incluido y no le importe mucho la situación de un país sumido en una crisis insólita, aberrante y malsana.
Está en su derecho, por supuesto. Pero vaya qué mala pata, que astracán de lentejuelas va a protagonizar, de paso lavándole la carita a los panzones de guayabera que la invitaron.
Así mejor regreso a mi bocina plebeya y pongo a Gretchen Wilson con su «Let me get a big Hell Yeah! from the redneck girls like me».