Por Esteban Fernández Roig Jr. ()
Miami.- A finales de los años 50 mi adorada madre a toda costa intentaba evitar que mi hermano Carlos Enrique y yo entráramos en las cristalinas aguas de Guanabo.
En una mano, un cinto y en la otra, un reloj que observaba repetidamente. ¡Había que esperar tres horas para meterse en el mar!
Hacía dos horas que me había servido mi desayuno: un café con leche, pan con mantequilla, y un panqué que mi padre había comprado el día anterior en el pueblo de Jamaica.
Teníamos que esperar tres hora más para poder meternos al agua, porque mi madre vivía absolutamente convencida de que eso podía ser mortal e imponía a capa y espada esa regla de oro en Cuba en esa época.
Yo me sonreía, protestaba, pero acataba. Y lo cierto era que mi madre llegó a convencerme de ese gran peligro.
Si hubiera sido solamente en la bella playa -a la cual solo íbamos un par de veces al año- no hubiera sido nada del otro mundo, pero esa regla se imponía diariamente en mi corta vida en Güines.
Desde luego, mi madre predicaba con el ejemplo. Esperaba tres horas para bañarse después de haber planchado. Y planchaba todos los días.
Cuando llegó la hora de interesarme por el sexo con terror descubrí que para eso también había que esperar las reglamentarias tres horas.
Y una tarde, un buen amigo llamado Tony “Capitolio” Hernández me acompañó a La Habana, pasamos por la calle “Pajarito” en el barrio La Victoria, yo tenía 16 años.
Allí habían varios prostíbulos, y Tony me retó: “Estebita ¿Te atreves a entrar en uno de esos?” Y rápidamente me acordé que hacía una hora pasamos por una cafetería, nos comimos dos sándwiches, dos croquetas y sendos batidos.
Con pavor recordé la enseñanza de mi madre. Salí corriendo para la Sambumbia, y me monté en la Ruta 33 rumbo a Güines.