Por Jorge Fernández Era ()
La Habana.- El texto «Subsidio en masa», aunque de humorístico posee poco, lo tengo entre mis buenos recuerdos por varias razones: inauguró una excelente relación de trabajo con la revista Palabra Nueva —me lo premió en su concurso anual de periodismo—, aportó su poquito al guion de «La singular vida de Juan sin Nada», y tiene uno de los títulos más contundentes que se me hayan ocurrido.
Lástima su vigencia. Cuando se anunció el Ordenamiento me tranquilizó el anuncio que se nos hizo de que serían eliminados los subsidios. Gravitaban como culpa si abríamos la boca para protestar por la baja calidad de la inmensa mayoría de los productos. Mas resulta que se nos sigue echando en cara que prácticamente todo lo que se nos oferta (ese «todo lo que se nos oferta» suena tan rimbombante…) está marcado por esa política en que el pobre Estado «se quita para darnos». De ahí que nos restrieguen que el huevo cuesta cinco pesos producirlo y se nos venda en dos y pico, que los viajes interprovinciales y el transporte urbano sean una bicoca para nuestros bolsillos, que el arroz y otros productos «de la bodega» prácticamente nos los regalan…
De los productos y servicios «no subsidiados», que son la inmensa mayoría, poco se habla. No creo que haya pueblo en el mundo que, además de pagar precios tan desmedidos por productos de primera, de segunda y de tercera necesidad, y por pésimos servicios, deba aceptar que el presupuesto de la nación se dilapide en función de la propaganda que sostiene una mentira que dice nombrarse «socialismo».
La semana pasada, mientras pagaba al Estado ciento noventa pesos por una colcha de limpiar, no solo pensé que dicha cifra representa más del doble del salario diario mínimo del trabajador cubano, sino que hacer semejante erogación es un guiño irónico a todo lo que nos dejamos arrastrar por el piso.
SUBSIDIO EN MASA
Hace algún tiempo un amigo escribió: «La estadística es aquello que dice que si tú te comes dos bistecs y yo ninguno, queda como que cada cual se comió uno».
He recabado en esa frase de honda sabiduría popular al observar cómo se nos bombardea —cada vez que se pretende demostrar las bondades de cierto servicio ofertado o producto vendido— con la palabra «subsidio», ya sea en el discurso oficial como en los medios masivos de comunicación.
Utilizo una conjugación del verbo «vender» para ahorrarme los eufemismos que emplean los periodistas. Resulta —es un ejemplo— que los equipos electrodomésticos que forman parte de la Revolución Energética nos son «distribuidos» o «entregados», cuando no «regalados», como si la población no los pagara con dinero contante y sonante.
Uno tiene que oír que ese refrigerador Haier que adorna con su modernidad nuestra cocina, se cobra a precio de costo. Una sencilla cuenta descubre que vale más de veinte veces el salario medio. Si pretendiéramos pagarlo de una vez y por todas, renunciando al endeudamiento a plazos por más de un lustro, tendríamos que dejar a un lado el comer, vestirnos y todas esas «pequeñas cosas» que forman parte de las urgencias cotidianas.
A propósito de los refrigeradores: ni un centavo se nos resarció por la entrega de los viejos, a pesar de que el país habrá recuperado por concepto de chatarra unas 100 mil toneladas de metal cuando concluya la sustitución. A esto súmesele el detalle de que, según datos oficiales, la Revolución Energética le ahorra a la economía unos 1 000 millones de dólares anuales, cifra harto suficiente para recuperar lo invertido en nuevos equipos electrodomésticos. Dicho en otras palabras: televisores, refrigeradores, ollas y calentadores se pagan solos.
¿Qué cálculos hacen los que estampan el cuño «subsidio» a cuanto producto o servicio aparece —o reaparece— en el mercado? Veamos: si una quimbumbia cuesta un dólar en Tailandia y luego se vende a quince pesos moneda nacional, allá va el economista, calculadora en ristre, y formula que, al cambio actual, solo pagamos 0,62 CUC por el adminículo importado. ¡Horror: subsidio a la vista!
El horror (que es error con o) estriba en recurrir a frías operaciones matemáticas que no toman en cuenta el actual salario medio (sin remedio), ni el deprimido poder adquisitivo. Le dan pisón al dato de que con lo ganado por un trabajador en un día, solamente se pueden adquirir dos libras de pan, o diez mazorcas de maíz, o dos refrescos, o (interminable la lista y siempre reducida la cantidad de mercancía). Por otra parte, la mayoría de los «productos de primera necesidad» (denominación sospechosamente desaparecida del argot periodístico y oficial) solo se encuentran en el mercado libremente convertible, gravados con impuestos superiores al 200 %.
Esta superficial manera de aplicar la palabra subsidio podría llevarnos —díganme si no— al risible razonamiento de que a los esclavos en el siglo XVIII se les «regalaba» cuanto consumían. O que si por un café con leche hoy te cobro tres pesos y te aclaro que el contenido lácteo vale dos y el cafeínico uno, mañana tendrás que agradecerme que te cobre cuatro, pues dupliqué el precio de la leche pero el café «va por la casa».
Hago estas reflexiones mientras viajo en una Yutong rumbo a Santa Clara. Por el pasaje he abonado un 466 % de su costo hace diez años (o igual: un 933 % de lo que me cobraban dos décadas atrás por el mismo servicio). Pensar que soy presa de una injusticia sería por demás injusto, pues —otra vez según datos oficiales— el transporte interprovincial, aún así, es subsidiado por el Estado en un 25 %.
Decido olvidar guarismos y disfrutar de mis 56 pesos de aire acondicionado, estrechos asientos y música amplificada. Abro la Bohemia y leo (oh, sorpresa) que la carne de cerdo, cuyo record histórico de producción ha sido superado con creces, está ¡también subsidiada!, a pesar de que su altísimo precio se mantiene incólume (claro mentís a la afirmación de que «solo produciendo más tendremos más»).
Entonces reclino el asiento, recuerdo la frase de mi amigo, recurro a las estadísticas, me duermo y sueño que hoy comí más carne que nunca.