Por Renay Chinea
Barcelona.- A finales de los 90, pasé largas noches imprimiendo fotos o revelando carretes. Tenía una novia flaca, rubia, con hoyuelos en la cara, y como aquel famoso personaje de Kundera: una excelente fotógrafa.
Vivía en una casita baja con ventanas azules, y un patio con frondoso un limonero, en la esquina de 7ma avenida con la calle 6. Justo al otro lado del Puente de Hierro, en la frontera entre los dos barrios más hermosos de La Habana: El Vedado, a donde se marcharon los que tenían dinero después de la Independencia, pero más bien en Miramar, donde se construyeron hermosas mansiones para la clase pudiente luego.
Esta foto de perfil, la recuperé de unos viejos negativos que inexplicablemente fueron a parar dentro del forro de un libro, envueltos en una hoja de papel ya amarillento, hace más de 20 años, 16 casas, y seis países, pero las hemos redescubierto ahora…
En la covacha de la fotógrafa de aquellos años les perdí el rastro. Los di por extraviados, como la fotógrafa misma, en esa vorágine de recuerdos que pasan a engrosar el enorme archivo que tenemos todos bajo el nombre de «Gone with the wind». También se desaparecieron su Cocker Spaniel negro, el cual me adoraba, un montón de retratos de formato grande, una bicicleta china y la memoria que entrevuelve ahora, de unos pantaloncitos apretados color mostaza y sus sandalias de cuero que tantas veces ese joven melenudo de la foto, hizo volar por los aires. Él… que no yo.
De las sombras de aquel limonero, salió una dedicatoria en letra impresa en un librito que publicó el gran Amado del Pino, cuyo personaje central está inspirado en mi padre, y la Poesía Completa de Borges de Emecé Editores, que el bueno de Juanma me había enviado desde Madrid y yo me lo llevé a último minuto cuando salí con él bajo el brazo y el rabo —otra vez— entre las patas.
Pero en el forro falso, ese recoveco inimaginable en aquel libro, al que disfracé bajo un título de autor ruso, guardé al parecer un pedazo de negativo ORWO, fabricado en la República Democrática Alemana: la imagen agazapada de ese chico que nos mira fijo ahora, con cierta languidez, bigotes en sombrilla y aspecto cándido.
Mis hijos no saben qué es un negativo, como tampoco saben que Papá tuvo su copiosa melena. El pasado nos sepulta con polvo de Pompeya y miro sus cabecitas hermosas con cabello corto y tupido como los erizos, y pienso que Dios tuvo que trasquilar la mía para incrementar en ellos, la joven cabellera.
Un mes escaso antes de nuestro COVID, me fui a Estambul de vacaciones, pero Elina, aparte de las vacaciones llevaba un plan en mente: fue a incitarme para que me hiciera un transplante de pelo.
Cuando me paraba frente al espejo, me tocaba las entradas a lo Nicholson y me decía:
—Ves por aquí…? Se te está cayendo el pelo…!
—Bah…! Lo que no se me tiene que caer es “otra cosa”…! Y ese no se ha caído…! Y agregaba: el cerebro, querida… el cerebro… por eso va por dentro…
Yo miraba los muros de Constantinopla, que aún hoy siguen en pie y buscaba los fantasmas de Byron y Espronceda que le cantaron.
Napoleón decía que una bahía en Dominicana tenía que pertenecer a Francia por hermosa. Y que si el mundo iba a tener una capital… era Estambul por lo mismo. En Sultan Ahmed, fuera del Gran Bazar, que huele a especias tan entremezcladas que no las distinguiría un galgo, nos detuvimos a tomarnos un té, para seguir andando bajo el fresquito del otoño. El barrio es de palacios eclécticos y calles adoquinadas como La Habana y de cierta manera, comparten los colores del mármol de Carrara y el azul marino de los Dardanelos al fondo.
En Estambul se bebe té. En Italia café. En Alemania cerveza y en Francia vino. Pero ella removía su infusión mientras buscaba en internet el teléfono de las muchas clínicas que injertan y ajetrean el negocio de la recuperación de cabellos.
El asunto es que no sabía cómo hacer con estos negativos, pues hoy ya no se imprimen. Los saqué con mimo de aquel envoltorio y los miré a trasluz algo defraudado. Estaban medio sucios o medio rayados, pero volví a sentir el olor avinagrado de las cubetas de acetato. Bajo el rojo de la lámpara, asistía cada noche a la habitación roja de Jane Eyre donde revivían los fantasmas del tío Reed. Hundía la lámina de papel en blanco mate, y comenzaban a emerger los rostros como si volvieran tiernamente de alguna ultratumba. Al lado, ella maneja un halo de luz que castiga con un chorro cuántico y esculpe en un papel de sueños los rostros de la gente. Y su inmortalidad.
—¡Una aplicación! ¡Papá! ¡Que no te enteras! ¡El AppStore es ahora tu maletín de herramientas…! —me dijo socarronamente Pipo.
Me conseguí una aplicación de esas que te dan tres días gratis y apenas acerqué la vieja cinta ORWO, volví a experimentar la magia: en la pantalla del iPhone se “conformó” el retrato que ahora nos mira y lo miramos.
De aquel guajirito que fui, apenas se conservan fotos. No hay inmortalidad de aquellos días, porque en el campo muere y renace todo. Por allí no pasaban los fotógrafos.
Una noche, la fotógrafa —que quizás lee estas líneas— me pidió que tratara con especial cuidado un toma “very close up” que había obtenido en una peregrinación religiosa al Rincón. La manipulé con sumo cuidado y la sumergí lentamente en el estanque de acetatos. Es el momento mágico en que se transfiguran los rostros. Lucas, se burla de Papá, porque tengo alopecia en la coronilla. El cuarto oscuro lo inventó Johannes Kepler y a través de él llegó al telescopio para mirarle el rostro a los astros a lo lejos. Lucas no sabe que este pedazo de película ORWO ya no existe, ni la RDA tampoco. Ella me ve asombrado cuando comienza a transfigurarse la imagen. Es un hombre con un gorro de saco como Babalú Ayé y unos ojos fantasmagóricos aire Ku-klux-klan. El cocker remilga por el olor de los químicos. Hace calor en La Habana. En una habitación de Estambul me miro al espejo para chequear cómo van mis nuevos pelos. Lucas no puede creerse mi melena. En el iPhone, me mira un chico joven, apuesto y serio que apenas reconozco… apenas puedo sostenerle la mirada..