HE ESTADO PENSADO… EN LA VIDA DE HALLOWEEN

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Por Alberto Reyes ()

La Habana.- En medio mundo se acaba de celebrar la noche de Halloween, donde un gran atractivo es disfrazarse, asumir una identidad que no se tiene. Por una noche, la persona alardeará de ser más fuerte, más agresiva, más capaz, más sexy. Por una noche saldrán a la calle príncipes y princesas, vampiros, diablos, monstruos varios, brujas, piratas, lobos y caperucitas. Solo por una noche, que terminará con un rostro sin maquillaje frente a un espejo y con la rutina de regresar al mismo trabajo y a la misma vida al día siguiente. 

Para una noche, es gracioso. Para una vida, es un drama.

Porque hay veces que como personas y como pueblos asumimos Halloween como un estilo de vida, e insistimos un día y otro y otro en salir disfrazados de lo que no somos, ni creemos, ni sentimos.

Nos disfrazamos de Pollyanna, esa niña huérfana sometida al control férreo y abusivo de su tía pero para la cual todo estaba bien, todo era bueno, todo era motivo de alegría y de acción de gracias.

Nos disfrazamos de Superman o Superwoman, y como ellos, nos pasamos el día resolviendo problemas, solucionando dificultades, arreglando el mundo, pero desde identidades escondidas, desde la decisión cuidada de no llamar la atención, de no cuestionar a los que han causado y causan esos problemas y esas dificultades.

Nos disfrazamos de soldaditos de plomo, obedientes, disciplinados, incapaces de disentir, mientras defendemos una ideología que nos tiene hartos.

Nos disfrazamos de Penélope, en una eterna y pasiva espera de que llegue un salvador que cambie su miserable y angustiosa vida.

Nos disfrazamos de Fouché, el político francés que siempre encontraba un puesto en el poder, a cambio de halagar los oídos del poderoso de turno, experto en decir lo que el otro quería oír, experto en mostrarse dócil, incapaz de obrar según la verdad de su conciencia.

Nos disfrazamos de villanos, y a la par que criticamos la desidia del Gobierno y su inmovilismo a la hora de buscar soluciones, aumentamos los precios, y nos aprovechamos de la necesidad del pobre, y le hacemos la vida más desesperante y miserable.

Nos disfrazamos de teléfono, de SMS, de WhatsApp, prestos a vigilar, a delatar, a vender a nuestros propios hermanos.

Nos levantamos, y nos disfrazamos, e incluso podemos llegar a creer que el disfraz es realmente nuestra identidad, pero siempre, en algún momento, termina la noche, esa noche que nos pone, sin maquillaje, frente a un espejo, esa noche en la cual comprendemos que hemos sido simples actores, esa noche en la cual se nos cae nuestro traje, y sentimos que el alma duele, porque lo que hemos dicho, lo que hemos defendido, lo que hemos representado, no es lo que creemos, no es lo que deseamos, no es lo que amamos.

Es duro comprender que nuestros disfraces son ropajes falsos, es molesto ver cómo han sabido cobrar vida y se nos instalan de modo automático, pero siempre, en algún rincón del alma, permanecerá la voz que dice que no son inamovibles, y que aunque pueda ser un camino lento y difícil, es posible desprenderse de lo que no somos, de lo que no queremos ser.

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