UNA NOCHE EN DINAMARCA

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Por Carlos Cabrera Pérez ()

Madrid.- Años ha, en una heladería de Copenhague, oí la siguiente frase, en un acento inconfundible: ¡Esta mujer de pinga, no se conforma con na!

La pareja discutía acerca de la calidad de los helados daneses, que son extraordinariamente buenos, pero que a la combatiente le parecían inferiores a los de Coppelia. Ya sabemos que hay ombliguismos que matan y, como el hombre le fue quitando argumentos, delicados y lógicos, pero firmes, ella cerró la bronquita con una sentencia demoledora (algo rarísimo entre cubanos): Pero, pipo, tu te fías de una gente que no coma harina…

Había olvidado aquella noche en Dinamarca, hasta este lunes otoñal y lluvioso, como me gusta a mi, y para amargura de los profetas de la apocalipsis climática.

Mi harina vino desde Santa Isabel de Las Lajas, en el equipaje de «Diley, tiene valores» (mi madre dixit) y, además de cualidades, la viajera trajo harina, que sus padres prepararon y envolvieron con mimo, en tres nylon diferentes.

Obviamente, yo no sabía cocinar harina y -salvo aquellos platos con enchilado de jaiba, en Guanabo, y mi abuela Pilar friendo un huevo para que presidiera el condumio- el recuerdo más persistente que tenía era el de Bienvenida mezclando la harina restante de la cazuela con leche y azúcar. Ya sé que hoy resultaría imposible, pero se trata de comer y no de gusanear.

Entonces, invoqué a las santas patronas de la cocina cubana que habitan mi cercanía afectiva: Lázara, Aurora (no confundir con Mima Lala), Marlén y Tamara. El domingo, entré en la carnicería y pedí a Fernando panceta fresca y adobada de cerdo ibérico. ¿Tiene que ser de ibérico? Creo que no, pero lo pedí asi porque prefería el corte magro al exceso de grasa del puerco blanco.

De todas las consultantes, fui cogiendo tamaño de bola; dejé reposar el Manual de Instrucciones, pero hoy me levanté con la harina entre ceja y ceja y con el propósito de que me quedara suave, suelta, no pastosa. Los padres de «Diley, tiene valores» me lo pusieron fácil porque mandaron material de primera.

Lavé la harina y la dejé reposar en agua. Aparte, freí los trozos de cerdo ibérico, los aparté y, en esa grasita que soltó, puse ajo, cebolla, pimiento, un tomate, una pizca de nuez moscada, al final, y un cachucha que me quedaba, de los que cultiva Marlén en el suelo granítico de la presierra. Todo picadito, como si fuera para papilla de bebé. Luego mezclé el sofrito con los tropezones ibéricos y los aparté.

Puse una cacerola con agua, sal y una hoja de laurel y agregué la harina con el H2O borboteando; como si fueran espaguetis, y la fui batiendo con paleta de madera que ustedes conocen; cuando la mezcla empezó a hervir, bajé el fuego y la cociné tapada 14 minutos; cálculo aleatorio. Destapé la harina, que ya lanzaba bolitas contra la tapa y le soné la mezcla del sofrito con carne del noble orejigacho, revolví bien y dejé cocer otros five minutos para que se mezclara el sabor de Lajas, mi rincón querido, con el del cerdo patiprieto.

Y lo conseguí, sabor suave, pero rico, rico y sin esa consistencia de hormigón armado que yo recordaba de mi infancia habanera y que siempre cogía forma de cartabón. Cuando probé el primer bocado entendí cabalmente a aquella cubana litigando en Copenhague por su helado de Coppelia. Hay sabores asociados a la infancia, que son tan perdurables como esos besos a la salida del cine; cuando todo el mundo nos ve.

Aquí os dejo prueba gráfica de mi aventura de maíz criollo y guarro ibérico y quedo agradecido como un perro a los padres de Diley, a ella misma, y mis santas culinarias y dejo constancia del rechazo de Irene, que me despachó con la rapidez de los Pérez: Eso, a los españoles no nos gusta y no podría ir a comer porque tengo cena de empresa y me tengo que comprar un disfraz para Halloween.

Si ya lo dijo aquel cubiche en Copenhague: Estas mujeres de pinga…

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