Por Jorge Sotero
La Habana.- Allá en Cumanayagua, una libra de frijol se vendía a 20 centavos. A 20 céntimos de peso cubano, no de dólar. El viejo Manuel, que no era tan viejo, tenía la obligación de acopiar tres o cuatro quintales, que los pagaban mucho más barato, por supuesto, y luego vendía el resto.
No lo vendía todo, porque dejaba un par quintales para comer en la casa. Todo los días mi madre hacía frijoles en un viejo fogón de leña, que había en una casita aledaña a la casa de tablas y guano donde vivía la familia. Los hacía en una olla que lavaba con ceniza religiosamente una vez a la semana. El resto lo vendía o lo cambiaba por arroz, que a veces había que ir a buscar a Aguada de Pasajeros.
Hasta yo fui a Aguada de Pasajeros alguna vez, en aquellas expediciones que armaban los guajiros de la zona. Era un viaje a caballo, en el que cada uno llevaba dos o tres acémilas detrás, cargadas con quintal y medio de frijoles para cambiar por arroz, generalmente. Al regreso, por muy cómoda que fuera la silla de montar, llegabas con el culo pelado y un cansancio enorme.
Yo no fui muchas veces. No me gustaban mucho esas aventuras, aunque sí acompañar a mi padre, que era el líder de aquella expedición. Una vez, recuerdo, casi me caigo del caballo a media tarde, a punto de llegar a casa, luego de haberme comido unas cañas en el camino. Antes se cayó Rolandito, el hijo de Mongo, el tuerto, y se dio un golpetazo tremendo contra el piso y casi espanta todos aquellos caballos, medio cansados también.
La expedición salía de noche por caminos estrechos, eludiendo las poblaciones, porque entonces -como ahora- había muchos chivatos, que te delataban a la policía y esta venía con una arrogancia tremenda y te decomisaba los frijoles, o el arroz, si venías de vuelta. En los años 70 también había chivatos en Cuba, como los hay ahora. Y también policías hijos de puta que se dejaban sobornar, como los de ahora, y que se aprovechaban de la bondad de los campesinos y del miedo a caer presos.
Luego el frijol subió a 60 centavos. Alguna vez se vendió mejor, y estaba a peso. A 1.20 se vendía solo si la cosecha había sido mala, pero mi viejo tenía suerte en aquella tierra negra donde las leguminosas se daban con facilidad pasmosa. De los frijoles y algunas vacas vivía la familia. O vivió durante mucho tiempo.
Muchos años después, cuando ya el viejo vivía en la cabecera municipal, se quejaba de que los frijoles estuvieran a cuatro o cinco pesos la libra -la libra cubana, como el decía- y aseguraba que a ese precio habría hecho mucho dinero. «Le ronca los mameyes pagar cinco pesos por una libra de frijol negro», decía.
Mi viejo se fue en 2010. No vio todo lo que vino después. No imaginó jamás que una libra de frijoles podía valer 500 pesos, unos dos dólares americanos, como si hubieran sido exportados de Minnesota y producidos con abonos orgánicos y no sé cuantas cosas más.
Lo peor del precio de los frijoles en 500 pesos es que esa cifra constituye un tercio de la jubilación de un obrero de campo, la décima parte del salario de un médico, y la quinta de un oficinista. Y para hacer unos frijoles, una libra que muy bien puede alcanzar solo para una comida, se necesita ajo, ají, cebollas y sal, y ninguna de esas cosas son regaladas en la Cuba actual.
Con esos precios, no hay creatividad que valga, y el llamado gubernamental a resistir de esa manera no es más que una frase superflua de un presidente en decadencia desde el mismo momento en que asumió el poder, hace casi seis años, para desgracia del país.