Por Jorge Sotero
La Habana.- La doctora María Dolores Ortiz cautivó por décadas a millones de cubanos. Escriba y Lea no era un programa con buen formato, sin embargo tenía seguidores en todo el país y muchos de nuestros padres, y nosotros mismos, los que ya tenemos más de 40, lo veíamos para ver cuál de los panelistas acertaba con la mayor cantidad de temas.
Admito que comencé a ver el programa, cuando aún era muy niño, porque me simpatizaba mucho Cepero Brito y ese estilo desenfadado de decirle al doctor Gustavo Du Bouchet que él sabía de quien se trataba el personaje, el hecho o la obra de arte que los miembros del panel tenían que averiguar.
Un genio era Cepero Brito en esas funciones. También lo eran Du Bouchet, que terminó su vida como comensal en el Machado, el comedor de la Universidad de La Habana, donde el almuerzo era asqueroso, porque no le gustaba pagarse una pizza en la pizzería que estaba detrás de la Facultad de Matemática.
Du Bouchet me dio clases. Le gustaba explayarse en el aula, durante la clase, pero cuando esta terminaba tomaba su portafolios y se marchaba enseguida, cabizbajo, a veces hablando solo. En los cinco minutos entre un turno y otro se limitaba a hacer apuntes o a leer algunos documentos o las páginas del libro de turno.
Ortiz no. Ortiz era diferente: conversadora, afable, hasta chistosa. Y aprovechaba el receso para salir a fumarse un cigarrillo, y allí coincidimos muchas veces y hablamos de diferentes temas. Allí me contó de su familia, de su vida al lado de un militar de alta graduación, cuyo nombre nunca me reveló, ni tampoco se lo pregunté. Y también me habló de cómo llevaba el reconocimiento de la población, que la admiraba de verdad.
Sus clases, sin embargo, no iban mucho más allá. No digo que fuera una mala profesional. Qué Dios me libre, si eso es lo que intentan decir mis palabras. Era buena, pero mi profesora preferida de la asignatura era Evangelina Ortega, quien hacía de la clase la sala de un teatro y con aquella robustez característica enamoraba con su locuacidad y el conocimiento que da el haber recorrido medio mundo.
También prefería a la diminuta y ya octogenaria Rosario Novoa. La doctora Novoa tenía una memoria asombrosa y con ella también coincidí en esos sitios a donde van los fumadores entre turnos de clases, y era una maravilla escucharla, pero Ortiz tenía el encanto que daba la televisión, en un país donde aparecer en pantalla te convertía automáticamente en famoso.
Y ella disfrutaba eso y lo llevaba bien. Sabía que la gente la quería y la admiraba y ella lo disfrutaba.
Hace un par de años se corrió una bola sobre su muerte y me dolió. Ya estaba ancianita pero la muerte de alguien cercano -y ella lo era, porque fue mi profesora y entraba a mi casa cada lunes desde la pantalla del televisor- siempre duele. Por suerte, fue un fake más de esos a los que nos acostumbran las redes sociales.
Ahora es de verdad. Murió la doctora Ortiz a los 87 años de edad. Que descanse en paz.