Por Ulises Toirac
La Habana.- El ridículo no se mide por la magnitud del ridículo como tal, sino por su trascendencia.
A usted se le puede caer el blumer faltelástico dejándose ver contra el calzado, todo desbembao él y mirando desde abajo su vestido… Que si sucede en su dormitorio… es cosa únicamente de poder alcanzarlos y reubicarlos con un torniquete a su cintura. Más nada. Pero si le sucede en plena cola para los trámites de su nacionalidad española frente a la embajada de la Madre Patria… Es como pa renunciar.
Yo he cometido muchísimos ridículos, algunos incluso en público. Desde perder dos dientes antes de una función de teatro hasta olvidárseme una línea con la Sala atestada con más de cuatro personas… Pasando por la inolvidable ocasión de llegar al Karl Marx empujando el Moskovish que me llevaba, día de función, la gente entrando.
Con las mujeres… Ni te cuento. Era (soy) un feo enamoradizo y apocado que sufrió mucho las consecuencias de la ley de selección natural y ello provocó no pocos ridículos que luego convertí en chistes.
Pero mis mayores ridículos están relacionados con los «boniatos». Soy entretenido por convicción desoxirrrbonucléica (eso que llaman ADN) y ya he hablado de algún que otro.
Empero, el mayor de todos, siguiendo la idea del primer párrafo, ocurrió en la punta de la escalera de «El Mandarín».
Este restaurant tiene una ubicación geográfica, y de vista incluso, privilegiada. Aunque de entrada modesta, su larga, sinuosa y absolutamente hermosa escalera, diseñada para que desistan los peores borrachos, es notoria en toda aquella geografía de 23 y M, haciéndose visible desde más allá de la librería de 23 y L. Un lujo de ubicación y diseño.
Pues en la punta de esa hermosa escalera, a las cuatro de la tarde de un día laboral, pegué tronco de «boniato» con mi comemierdería habitual (muy acentuada en la adolescencia y la juventud) de tal manera que aún podía recuperarme, levantándome. Sin más brete. Pero la propia comemierdería (estaba partido de la risa) hizo que no midiera el pasamanos de la escalera donde debía apoyarme… Y ahí si Dios no me perdonó otra vez. Traspiés tras traspiés recorrí la hermosa escalera de «El Mandarín» hasta quedar sentado en su escalón más bajo.
Ya no me reía, por supuesto, andaba haciendo un censo de huesos rotos que arrojó 0. Ante lo cual puse pies en polvorosa delante de la vista de cientos de transeúntes para ir a perderme en el Pabellón Cuba una cuadra más abajo.
Imaginen lo que fue para mi, un tiempo después, trabajar durante años pasando casi siempre por delante de la cabrona escalerita. Perdón, de la hermosa escalera descollante del restaurante «El Mandarín».
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