La anatomía como base del conocimiento
En su ciudad natal Galeno se pasó una parte de su vida curando las heridas provocadas por los combates. Esta labor fue la espita de su curiosidad anatómica, al tiempo que le permitió escribir una obra enciclopédica –diecisiete libros- titulada “Acerca de la utilidad de las partes del cuerpo humano”.
En ella afirma que “solamente conociendo la anatomía se podía aprender la función de los diferentes órganos y sólo con este conocimiento podía el médico localizar el sitio de la lesión y curar las enfermedades”.
Los estudios anatómicos de este médico romano se basan, fundamentalmente, en la disección de animales, desde cerdos hasta ovejas, pasado por bueyes, caballos, perros, leones o lobos y, especialmente, monos. Y es que Galeno no realizó a lo largo de su vida ninguna disección en cadáveres humanos, dado que los romanos tenían prohibido realizar estudios de este tipo.
Esto no fue óbice para que estableciera la distinción entre nervio, ligamento y tendón, algo que en aquella época provocaba enorme confusión entre los médicos. Fue Galeno el primero en señalar que nervio es lo que emerge del cerebro o de la médula espinal, que ligamento es lo que nace del hueso y que tendón es lo que se origina en el músculo. Así de sencillo.
A día de hoy, y a pesar del tiempo transcurrido, los médicos siguen utilizando algunos términos que acuñó Galeno, como por ejemplo el nombre de los huesos del cráneo, sus suturas o el nombre de la primera vértebra cervical (atlas), la cual permite los movimientos de la cabeza.
También debemos a Galeno la primera descripción de la glándula tiroides, la cual realizó tras observarla en diferentes disecciones animales. Si bien fue preciso esperar al Renacimiento, para que anatomistas de la escuela de Padua obtuvieran el permiso papal –del pontífice Julio II- para realizar disecciones en humanos y pudieran completar la primera representación anatómica de la glándula tiroides en ser humano. Lo hicieron bajo el nombre de “glándulas laríngeas”.
El ‘pneuma’ galénico
Desde Pérgamo este médico romano se trasladó hasta Roma en donde se convirtió en el médico de los emperadores Marco Aurelio, Cómodo y Septimio Severo. Allí, a orillas del Tíber, escribió numerosos tratados de fisiología y terapéutica, siguiendo la tradición hipocrática.
Conceptualmente, Galeno defendía que nuestro organismo estaba gobernado por tres órganos: el hígado, el corazón y el cerebro. En el primero –el hígado- se elaboraba la sangre venosa (pneuma físico), la cual se distribuía por las venas; en el corazón se originaba el pneuma vital (sangre arterial) que se distribuía por las arterias y en el tercero estaba el pneuma psíquico, que se difundía por los nervios.
Consideraba que el pneuma se encontraba en el aire y que cuando respiramos penetraba en nuestro organismo llegando hasta los pulmones. Para él toda la fisiología de nuestro cuerpo estaba destinada a adaptar este pneuma a nuestras necesidades. Para ello lo primero que sucedía era era un proceso de cocción en el hígado, le seguía una segunda adaptación en el corazón y, finalmente, una tercera a nivel cerebral.
No todo fueron aciertos
Galeno no era infalible, también cometió errores, algunos de los cuales tardaron siglos en poder ser corregidos. Así, por ejemplo, describió que la sangre pasaba del lado derecho del corazón (ventrículo derecho) al lado izquierdo (ventrículo izquierdo) a través de unos poros existentes en el tabique que separa ambas cavidades cardiacas. Ahora sabemos que la sangre parte del ventrículo derecho hasta los pulmones para ser oxigenada y que, desde allí, retorna a la aurícula izquierda para luego pasar al ventrículo izquierdo antes de ser propulsada al resto de nuestro organismo.
Además, estableció que el órgano central del sistema vascular era el hígado y que la sangre venosa se desplazaba desde este órgano hacia la periferia para formar la carne.