Por Héctor Miranda ()
Moscú.- No me gustan esos que van por ahí poniéndole calificativos a cualquiera. Tampoco los que alardean de cualquier cosa, incluso de lo que no saben. Los que dejan las frases a medias, porque su rudimentaria inteligencia, forjada en libros y escuelas de dudosa reputación, no da para más. Los que juzgan sin pruebas, o los que se creen salvadores de alguien, o de todos, cuando han hecho todo lo contrario: han hundido a un país, una nación, y han condenado a un pueblo a vivir de migajas.
Soy un emigrante. Un día, después de muchas oportunidades, tomé un avión y me largué. Dejé todo atrás y me planté solo en un país cuyo idioma y costumbres distan muchos de las mías, en una tierra sin olores, con amaneceres diferentes, donde el sol puede perderse por semanas, y oscurece demasiado temprano en invierno, para alguien que adora el dominó con los amigos en una terraza soleada, una acera o un portal.
Allá en el tiempo quedaron mis pueblos, los huesos de mi padre y mis abuelos, el olor de la tierra húmeda tras un fuerte chaparrón. Fue un comenzar de nuevo. Otro inicio, el romper con todo, como aquella primera vez que salí de casa a hacerme un hombre con solo 12 años. La litera, con un colchón lleno de pelotas de la secundaria, se convirtió en una cama mullida, pero las noches se hicieron cortas y llenas de pensamientos raros. La tierra roja dio paso a la nieve inclemente, y el bullicio de mi calle a un silencio atroz, o a una jerigonza incomprensible.
Mis hijos andan por ahí. Creo que nunca los podré juntar a todos. El más cercano vive a más de nueve mil kilómetros, pero no por eso me creo un fracasado. Vivo fuera, pero tengo un trabajo digno. O dos, dignos ambos. Incluso tres. Tengo trabajo y vivo honradamente de él, sin robar a nadie, sin estafar, sin tener que acudir a nadie para terminar el mes. Sin colas para todo, sin esperas enormes por un medio de transporte que no sabes si un día pasará, sin la incertidumbre de enfermar y morir por no contar con un medicamento cualquiera.
No soy un fracasado, como no lo es mi amigo Renay, mi compañero de clases, que un día -como contó hace unas horas- le enganchó una visa suiza a su pasaporte y se escapó a Europa. En el capitalismo cruel que nos pintaban de niños desembarcó de pronto. En pleno Madrid, cuando peor lo pasaba, se encontró a Julio -Julio El Negro, negro de verdad y buen tipo, a quien quiere como un hermano de cualquier color, porque hay cosas que no van con el pigmento de la piel- y en él encontró cama, comida, una mano que Cuba se negó a tenderle.
Renay es guajiro, como yo. Guajiro de caballos, bueyes, sembradíos, de padres que regaron la tierra con sus sudores hasta el final. Y ahora, dos décadas después, vive en Barcelona y tiene trabajo, negocio, familia linda. Y por tener, tiene hasta una parcela donde siembra unos tomates majestuosos, y papas, y todo lo que se le antoje, y luego lo vende en su restaurante o donde quiera, sin que un inspector anormal quiera cortarle las alas. Tiene dos hijos preciosos, que piensan diferente: uno adora al Barca, el otro al Real Madrid. Y no pasa nada: pensar diferente es lo más normal del mundo, como también lo es disentir.
Renay no es un fracasado. Ni lo es Julio. Ni Ileana, Fernando, Pablo, Carballido, Néstor, o esos cientos de amigos que un día salieron de Cuba en busca de otros horizontes. Todos ellos son unos valientes, hombres y mujeres exitosos, porque el solo hecho de soltar las anclas de un lugar y echarlas en otro es un acto heroico.
Y entonces se aparece alguien, en una entrevista pactada y llama fracasados a los que se fueron, a los que no quisieron compartir el triste proyecto que él y sus antecesores le ofrecieron. Fracasado eres tú. Y mentiroso e incapaz. Y cobarde. No solo por estar siempre a la defensiva, incluso hasta ante alguien que sabes que no te preguntará nada comprometedor.
Eres un fracasado porque tu proyecto murió y solo acompañas el cadáver a la almacabra, sin el valor suficiente para admitir que lo dejaste morir, y sin los cojones para tirarte del carro y permitir que otros hagan por él. No digas más que el que se fue es un fracasado, porque vives del fracaso.
(Tomado del muro de Facebook de Héctor Miranda)