Por Jorge Sotero
La Habana.- Desde anoche me duele el estómago. La comida, si así se le puede llamar a lo que mi esposa puso en la mesa, me hizo mal. Y he pasado horas con retortijones e idas y venidas del baño a la cama y viceversa. La Lucy me dio un bicarbonato vencido y luego un cocimiento de moringa y nada. Todo sigue igual.
La culpa no la tuvo mi cena, sino la abominable entrevista que tuve que ver, por orientaciones de la jefa, para escribir unas líneas hoy. Y cuando digo entrevista, lo digo con toda la nobleza y la buena intención del mundo, porque se trató, en realidad, de una charla con preguntas pactadas, en la cual la entrevistadora solo hace aquellas interrogantes que el interlocutor conoce de antemano y sobre las cuales está preparado.
El impuesto presidente no se somete jamás al escrutinio de los medios. Ni en Cuba ni en ningún lugar. Sus palabras son reseñadas siempre por un numeroso grupo de periodistas, que le enmiendan cualquier error y si no lo hacen, les pasa como a Boris Fuentes, a quien desaparecieron por solo hacer público aquello de que la limonada es la base de todo.
Ahora, frente a Arleen Rodríguez, una de su clan y quien le lleva las redes sociales, el Hombre de la Limonada se atrevió con cosas, en primer lugar con un maquillaje exagerado, que tapó todo eso a lo que la entrevistadora pudo hacer referencia: unas supuestas ojeras, sinónimo de cansancio por un trabajo exagerado.
Y luego dijo que «todos podemos equivocarnos. No somos perfectos». Esa frase se me quedó grabada, porque lo dijo como si todo lo hubiera hecho bien y solo se hubiera equivocado en lo del reordenamiento y la bancarización, por ejemplo. Y no ha hecho nada de lo que tenga motivos para sentirse orgulloso, aunque públicamente se lo crea.
Según él, el ordenamiento no fue la causa de la inflación, y puso como ejemplo al mundo, donde también hay inflación. Y manejó unos términos medio raros, que ni él mismo entiende, como sucede siempre. Y de lo que dijo de la bancarización, ni hablar, porque lo hizo como si hubiera sido un éxito en lo político y lo económico, pero la periodista, como es lógico, lo dejó decir, y no lo interrumpió jamás, ni le cuestionó nada de nada.
Supuestamente, su gobierno lo hizo todo bien. No fallaron en nada. La culpa es del bloqueo y del coronavirus. Porque Cuba hasta 2019 era un paraíso total, el sitio ideal para vivir, un país desarrollado de donde nadie se iba, con un sistema de salud perfecto. La madre que me parió…
El hombre, a pesar de las preguntas pactadas, siempre estuvo a la defensiva, justificando todo. Siempre encontró un culpable, que nunca fue él, ni su gobierno. Eso sí, prometió seguir analizando lo que propone el pueblo y los economistas. Incluso, dijo que coincide con esas posiciones, pero no hacen nada, aunque acotó que necesita divisas, sin especificar de dónde piensa sacarla.
Este hombre está esperando que las cosas le caigan del cielo. Que un maná, salido de no se sabe donde, lance sobre Cuba los dólares que necesita para salir al mercado y comprar lo que necesitan las tiendas en divisas, que son las que verdaderamente les interesan.
Habla como si fuera el alcalde de un pueblito de 300 personas, con todo el tiempo del mundo para preparar programas que ayuden a los vulnerables, y olvida que, según organizaciones internacionales, el 95 por ciento de los cubanos vive por debajo del umbral de la pobreza.
El discurso del peor presidente de la historia de Cuba -peor que sus antecesores de apellido Castro, incluso- denota que es un hombre limitado, hasta en el lenguaje. Y lo es más cuando defiende aquello de las tendencias neoliberales de las mipymes, un proyecto que no acaba de arrancar, sobre todo porque las empresas que pudieran resolver el problema del país quedaron en manos de sus hombres de confianza o de los hijos de estos, a los cuales solo les interesa hacer dinero con facilidad, sin priorizar nada más y, sobre todo, sin arriesgar sus capitales.
En un país que no produce alimentos, donde no hay transportes, en el cual el parque habitacional cada vez está en peor estado, el presidente se limita a recordar que todo esos temas estuvieron en el formato de los congresos del Partido Comunista anteriormente.
Habla lo de siempre, de los enemigos, de los yanquis, de cómo lo politizan todo, insiste en el bloqueo, y se aterra ante aquello de los «agentes de cambio». Y la palabra ‘cambio’ para los personeros del gobierno suena a algo más peligroso que un virus.
Escribo estás líneas y me vuelven los dolores de estómago, los retortijones, los deseos de ir al baño. Y no puede ser de otra forma, porque las palabras del Hombre de la Limonada no motivan otra cosa. Él es el culpable de mis malestares, como es el culpable de todo lo malo que pasa en Cuba. O de casi todo.
Este tipo -que no este hombre- no tiene carisma, talento ni liderazgo para presidir ningún país. Ni tiene los testículos para asumir la culpa, para renunciar y decir que no es capaz. Es lógico que no lo haga, porque su vida de presidente siempre va a ser mucho más cómoda que la del 99 por ciento del resto de los cubanos.