Por Anette Espinosa
La Habana.- La seguridad del Estado tiene una nueva misión, la de buscar agentes. Y sus jefes grandes trazaron la estrategia: hay que ir a ficharlos entre los que están en puesto de dirección, en el turismo, en lugares donde obtienen prebendas y no pueden decir que no. Y manos a la obra.
Miguel es poeta. Apenas tiene 23 años y termina este curso la carrera de Psicología en la Universidad de Camagüey. Lo conocí hace dos años, cuando me operaron de apendicitis en el Calixto García y él estaba allí porque había ido a cuidar a su abuelo, enfermo de algo de los riñones, o no sé qué.
Pasamos noches enteras hablando de cualquier cosa. Un día me enseñó uno de sus poemas y me pareció muy bueno. Otra vez un cuento, y luego el proyecto de una novela. Alguna vez nos fuimos a caminar juntos por el Malecón, nos tomamos un café por ahí, hasta que regresó a Camagüey.
Desde entonces nos escribimos todos los días. A veces llama y si estoy enredada en algo, habla con Fernando, mi esposo. Pero entonces lo hace de deportes, de fútbol, béisbol, o no sé de cuantas cosas más. Por hablar, habla hasta de política. En su casa no lo hace con nadie, porque los temas que le interesan a él, no le preocupan a los de su entorno familiar.
Hace unos días me llamó y me contó algo espeluznante. La Seguridad del Estado le dijo que quería que fuera uno de sus agentes. El tipo -así con esas palabras- que fue a verlo, le dijo que necesitaban a un hombre como él: con buenas relaciones sociales, capaz de meterse por el ojo de una aguja, al que la gente quiere y le confía cosas, “porque la revolución está en peligro y tenemos que protegerla”.
“Tú vas a tertulias, escuchas a mucha gente expresarse y ahí se puede estar fraguando algo contra el gobierno. Queremos que nos lo informes”, le dijo el agente que le habló, al cual,desde ese momento, él llama Gofio.
Miguel se quedó en blanco. No supo que decir, pero se recordó de dos cosas: Una, su padre siempre le decía que el día que viera a alguien poniendo una bomba, que llamara a la Policía. La otra, un día fue al sepelio de un vecino del barrio con su abuelo y cuando llegó a la funeraria, notó que al lado de la caja había una almohada blanca con dos sellos metálicos enganchados.
Nunca había visto un muerto, pero le picaba la curiosidad por ver qué decían los sellos. Al final, se desprendió del lado del abuelo y vio que eran como dos monedas de calamina baratas, medio borrosas y un certificado en el que se podía leer “Fulano de tal, agente de la Seguridad del Estado”.
Estuvo allí una hora más, y cuando fueron a cerrar la caja, le prestó atención a todo el procedimiento para ver qué hacían con aquellos sellos y aquel certificado. Uno de la familia lo recogió, junto con una de las coronas, y los llevó en la mano hasta el cementerio. Por un momento, pensó que los pondrían en la bóveda del columbario, pero no. Luego creyó que los dejarían cerca, en algún sitio donde alguien los viera, pero al terminar todo y sin que él le quitara los ojos a las manos del hombre que los llevaba, vio como este se acercó a la cerca del camposanto y lanzó al otro lado los sellos y rompió el certificado en decenas de pedacitos.
“Abuelo, cuando te mueras no quiero que te pongan sellos de eso al lado”, le dijo al padre se u mamá. “No te preocupes, Maicol -así en español de verdad-. Eso nunca sucederá”, le respondió el abuelo, quien siempre le anglicanizaba el nombre, porque desde que nació solo quiso que su nieto fuera pelotero, abandonara el país y llegara a las Grandes Ligas.
Miguel, sin embargo, prefirió la Psicología, por aquello de intentar entender el alma de las personas, su psique, y el deporte lo dejó para la televisión. Eso sí, cuando el viejo Antonio murió, una tarde, después de haberse comido un plato enorme de caldo pescado, con trozos de cobos dentro y pasarse la noche tirándose pedos y quejándose, se encargó de revisar por todas partes para ver si su abuelo había cumplido la promesa de no tener sellos, de aquellos de la Seguridad del Estado.
Ahora se le aparece el agente Gofio, me cuenta, para que escriba de puño y letra, en un papel amarillo, y firme, mi disposición de ser agente de aquel cuerpo despreciable. Miguel, dice que se le río en la cara. Y cuando el tal Gofio iba a abrazarlo, para dar por sellado el pacto, dio dos pasos atrás y lo esquivó.
-¿En qué quedamos entonces? Ya te tenía hasta un nombre.
-No me digas, y ¿cuál era ese nombre?
-Unamuno, el agente Unamuno, por el célebre poeta mexicano…
-¿Mexicano, verdad…? Busque otro nombre, otro hombre, otro poeta y estudie poesía.