Por Renay Chinea
Barcelona.- Todo quien ponga un pie en España, se enterará rápidamente qué es el “menú del día”. A mi me parece una de las mejores cosas del Reino.
Leo que la “fórmula” nació en Francia hacia 1850, como “Plat du Jour” y que durante el Franquismo, fue el ministro de turismo Manuel Fraga, su principal valedor para atraer a visitantes europeos de manera rápida y efectiva a las fondas españolas.
En principio, tenían un precio acotado por el Gobierno —unas 250 pesetas— y eran obligatorios en todos los restaurantes. Estaban conminados, además, a usar productos de cercanía, lo que hoy llamaríamos kilómetro cero.
Lo de las 250 pesetas (menos de tres dólares) era obviamente una ruina. E hizo que los comensales le tomaran cierta desconfianza, puesto que los restaurantes comenzaron a “apretar” la calidad de los productos a la baja.
Pero con la caída de la Dictadura —y del intervencionismo en las Leyes del Mercado— (Gracias Dios mío)… los restaurantes fueron encontrando ese punto mágico “donde se cruzan la oferta y la demanda, y nace el precio”, como explica mi amigo, el gran economista argentino Teddy Alemann.
Antes de la deflagración ucraniana, un menú costaba entre 9 y 12 euros. Hoy se sitúan entre 14 y 20… y hay quien se estira un poquito más en el precio, a cambio de agregar algunas exquisiteces en la oferta. Suelen incluir tres entrantes a escoger uno. Tres platos fuertes y tres postres con la misma elección…. además de bebida pan y café.
A mi me fascina la idea del menú. Hay un restaurante en mi pueblo que se llama El timó —Timón en catalán— que lo lleva la misma familia desde hace años. Una abuela, una hija y una nieta, que pelan patatas y rebozan calamares desde muy temprano, durante muchísimos años para ofrecer una comida casera y con sello natural de calidad “hecha en casa”. Huelga decir que yo mismo, aunque voy mucho, a veces no puedo entrar, por la maldita costumbre de que detesto reservar en un restaurante. Y me quedo fuera.
Hoy, solo en casa, me fui a una brasería y estaba cerrada, así que no me quedó otra opción que un descalabro seguro, contra el menú de lo más cutre —supuestamente— del pueblo.
¡Menuda sorpresa…! He comido tan bien, que me he tenido que pedir una copa extra mientras escribo esta nota y averiguo la fascinante historia de los menús del día. ¡Que maravilla!