Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
La Habana.- La Delfin Sen, allá en los últimos arrabales de Motembo, en el mismo límite entre Corralillo y la provincia de Matanzas, era el último sitio imaginable para estudiar. La escuela, conformada por unas naves independientes, convertidas en albergues y aulas, no tenían condiciones algunas, pero hasta allá nos mandaron a unos 200 niños de los campos de Quemado de Güines -y algunos del propio pueblo- a pasar el séptimo grado. Todo lo tengo tan fresco en la memoria que lo puedo contar con lujo de detalles.
Había ratas por doquier, y las frutas más ricas (guayabas, mangos y papayas) se daban a borbotones en los campos de los alrededores. La tierra era tan roja que la mezclaban con cal para pintar la parte de abajo de las paredes y por muy bien que se limpiaran los pisos, siempre parecían sucios. Los cuellos de las camisas de uniforme se ensuciaban al momento, y era obligado cumplir la norma en cada jornada, porque de lo contrario no salías de pase, cuando te tocara, a los 21 días.
El agua era exquisita. Daba gusto verla correr por los canales al salir de las turbinas, pero era criminal bañarse con ella en tiempo de invierno, en aquel baño sin techo en una parte, por donde entraba el viento que todos pensábamos que generaban las casuarinas de las cortinas rompevientos.
Había un sinfín de chicas lindas. Adolescentes algunas y un poquito más desarrolladas otras, y todos los profesores, y hasta el cocinero tenían novias de 12, 13 y 14 años entre aquellas niñas, en algo que entonces parecía normal y que con el paso del tiempo, y la llegada de las hijas a la familia, me parece el abuso más grande y una aberración total.
En aquella escuela, durante las tres horas de trabajo en el campo, teníamos que hacer la mitad de la norma de un obrero agrícola, y lo mismo tenía que sacar ocho sacos de yuca mi amigo Carlitos (Sirena), quien murió hace años en un accidente de tren, que medía 1.40, si acaso, que yo, que pasaba del 1.75.
Trabajar en el campo era tan importante, que daba igual que estuvieras enfermo. Una vez, el 14 de octubre de 1979, amanecí con unos dolores abdominales enormes y fiebre, y aún así me obligaron a ir al campo. Me salvé milagrosamente, porque cinco días después, creo que por casualidad, llegué al hospital de Sagua la Grande, donde me operaron de urgencia de apendicitis.
Al mes de la intervención quirúrgica regresé a la escuela, al trabajo duro en el campo y a las mismas exigencias, al mismo polvo que creaba una manta roja sobre las sábanas en los días de mucha sequía.
Allí, en aquel sitio que parecía abandonado en el medio oeste, los tiempos eran inviolables, y nos mandaban al estudio individual aunque no hubiera corriente. Allí hice grandes amigos, besé por primera vez a una mujer con esa cosquillita que da en la panza, y me enamoré por primera vez.
En la distancia, con 45 años de por medio, me doy cuenta de que me ayudó a ser fuerte, pero todo fue una locura, a la que nunca hubiera enrolado a mis hijos, sin culpar a mis padres, porque creo que nunca fueron conscientes de todo aquello, en un lugar que antes de ser secundaria fue prisión, y luego volvió a serlo. Hasta el día de hoy.