Por Arturo Mesa ()
Atlanta.- Tiene cincuenta años y se llama Alicia. Cuando era muy joven se graduó de maestra y aprendió que no existe profesión más agradecida que esa. Asumió que las escuelas y las clases privadas no tenían cabida en la sociedad y entendió que todo lo necesario para vivir y progresar lo obtendría de su constante superación.
Se llama Rafael, tiene cincuenta y cinco años y es entrenador deportivo. Tuvo una época de relativo éxito en su disciplina, hasta que decidió dedicar sus conocimientos a preparar las nuevas generaciones. Para él, todo el ejercicio que requiere un atleta lo puede encontrar en las instalaciones deportivas, y su esfuerzo como parte de un sistema provincial de entrenamientos se verá recompensado con un salario como graduado de nivel superior.
Es editor de una revista nacional, tiene cuarenta y ocho años y se llama Eduardo. En su juventud obtuvo varios premios de poesía, lo que le sirvió para vincularse a una importante editorial y trabajar por un buen salario. Entendió que un editor capaz es lo que más necesita un autor para triunfar. Se sentía muy feliz de alcanzar ese puesto pues, además de sus ingresos, la sociedad se beneficiaría de sus esfuerzos.
Las tres historias tienen muchos puntos comunes. En primer lugar, hablamos de profesionales; personas que dedicaron gran parte de su vida a lograr un alto grado de conocimientos esperando mayor prosperidad y reconocimientos. Son, además, personas que sacrificaron mucho tiempo a una formación superior, para desarrollar una familia, ayudar a la comunidad y realizarse. Y tienen todavía otro aspecto que los identifica: de jóvenes, no entendieron la necesidad de trabajar por cuenta propia o establecer negocios independientes, ya que ese no era el horizonte de la sociedad en que habían nacido y que se vanagloriaba de ser la ma´s justa posible.
No debe olvidarse que alrededor de los años ochenta se hizo una campaña nacional para alcanzar grados universitarios. A ese llamado se lanzaron muchos, y en consecuencia, abundan hoy en Cuba los médicos, sociólogos, maestros, arquitectos y muchos otros especialistas, quienes, en las actuales condiciones del país, se encuentran en un ambiente de indefensión sin igual, toda vez que nunca fueron motivados (ni educados), en la necesidad de desarrollar habilidades para los negocios. A eso habría que añadir, que aún existe una ley «no escrita» que prohíbe el ejercicio del trabajo por cuenta propia para la inmensa mayoría de los profesionales.
Es esa una generación muy sufrida, o quizás debiéramos decir «la más sufrida». Es una generación que soñó con el cielo y un buen día este se les derrumbó, y donde dije «título», hoy digo «cuentapropismo». Muchos señalarán: «reconversión, renovación, replanteo», pero sucede que estas personas cuentan con familias, presiones y muy poco tiempo para el nuevo aprendizaje —sin hablar de edades—, y no logran llevar el plato de comida a las mesas y, mucho menos, conseguir algo de ocio en su tiempo libre.
El Estado que creó a esta generación habló de sacrificios, de colectividad y de proyecto-nación. De la misma forma enfatizó en necesidades cubiertas, créditos para la compra de equipos, estímulos materiales y una canasta normada con una serie de productos para que las familias no se preocuparan por el alimento y sí por su formación. Incluso, posterior a la tristemente célebre «Tarea Ordenamiento», aún se hablaba de unos diecinueve productos alimenticios normados como parte de esa canasta, de los cuales muy pocos llegan hoy. Lo que sí se reciben son constantes justificaciones.
La pobreza en Cuba tiene un siniestro componente de indefensión como resultado de una política estatal fallida de intentar proveer lo necesario, sin éxito a pesar de contar con el control y monopolio de los recursos más valiosos, como la tierra, las fábricas y un inusualmente preparado capital humano. Este componente no solo aplica para el sufrido profesional que dedicó su vida a prepararse, sino que se expande a cada trabajador del país que, tras la implosión del socialismo europeo, vio reducidas y hasta inútiles sus posibilidades de estudio y sus logros.
Dejar de entregar una sola libra de arroz —cualesquiera sean los motivos— constituye un ataque frontal al desarrollo profesional en Cuba. Resulta además una afrenta al sistema social promovido, y deviene irrespeto a toda una generación que decidió trabajar por el bien de la sociedad.
Cada mes que pasa sin que llegue un producto cárnico a nuestras familias, debería ser vergüenza para quien se presenta como promotor de toda la justicia posible y ni siquiera es capaz de procurar una alternativa a la alimentación de la población. Cada día que transcurre en que los profesionales que son cabezas de familia gastan más tiempo pensando qué llevan a la mesa del que gastan en sus correspondientes empleos, al futuro del país le van arrancando un nuevo sueño universitario o profesional.
La indefensión a que ha sido sometida esta generación de buenos cubanos, debería ser suficiente para expulsar de sus puestos a todos los que, año tras año, fueron responsables de la destrucción del sueño de justicia y de la promesa de prosperidad. Estamos delante de una generación de manos atadas —como reos a la espera de la siguiente comida—, a quienes se les dijo: «no te preocupes, tan solo contribuye», y hoy ni siquiera pueden lograr una fracción de los alimentos necesarios para sobrevivir, sin mencionar la calidad de los mismos.
¿Cuántos de quienes cobran unos cinco mil pesos pueden comprar un cartón de huevos, tres libras de carne de cerdo, dos libras de frijoles y un par de zapatos para la escuela de sus hijos? Esto debería ser motivo de renuncia de todo el funcionario detrás del alimento de nuestros médicos, maestros y arquitectos.
Usted dirá también: «bloqueo», y yo reafirmo que el bloqueo existe y afecta, pero es también la justificación perfecta para seguir eliminando de nuestras vidas producto tras producto sin que quienes están ahí para garantizarlos pierdan sus oficinas con climatización y sus autos con chófer. Lo más probable es que, incluso con el mismo bloqueo, existan líderes capaces de echar el país adelante, sabiendo que en tiempos de crisis cualquier gasto en construcciones hoteleras, instalaciones turísticas e inmobiliarias, tendría que subordinarse al desarrollo de la agricultura, la pesca y la producción de alimentos para que estos lleguen de nuevo a los núcleos familiares.
Cada mes que pasa sin que reciban los alimentos a la bodega, dígase arroz, pollo o café; Alicia, Rafael y Eduardo se convencen de que han malgastado inútilmente el tiempo que les es dado en la tierra tras un proyecto cuyos cultores son los primeros que no han sabido siquiera respetar. Es ahí donde se convencen de que, tarde o temprano, sus hijos decidirán buscar mejores horizontes, si bien «menos justos», que el que un día les fuera prometido a ellos.
(Tomado de CubaxCuba)