Por Jorge Fernández Era
La Habana.- Ayer salí de casa a las 3:20 de la tarde. Atravesar por el Cerro para llegar a la Plaza es un camino harto conocido por mí, no pasa de cuarenta minutos vencerlo. Dos cuadras más allá, en Flores, entre Santos Suárez y Enamorados, un carro patrullero me abordó en sentido contrario y en pocos segundos estaba cómodamente esposado en su asiento trasero.
Al frente de la actividad venía un viejo conocido: uno de los jóvenes de la Seguridad del Estado que me habían detenido el 18 de junio en el Parque Central y me condujeron hacia la Unidad de Zulueta. Un tipo bajo en tamaño y estatura, ustedes entienden. Fan a colocar esposas, no importa si el reo no representa peligro alguno, no soporta dirigirte la vista más allá de las décimas de segundo reglamentarias. De conversación nada: sus convicciones las defiende dando órdenes con desprecio, se siente grande con eso. Fue escoltando con su moto al automóvil, no sé si temía de mí una estratagema de escape.
Por un momento pensé que la orden era ahorrarme la caminata y llevarme hacia la Plaza. El trayecto Vía Blanca-Primelles-Ayestarán prometía tamaña deferencia hacia mi persona. Pero el destino era la Unidad de Zanja y Dragones. Uno lee tantos casos de ambulancias sin gasolinas en hospitales, carros fúnebres sin ídem en funerarias, que termina preguntándose cómo es posible tal derroche de combustible. La Unidad de Aguilera —donde se atiende mi caso desde febrero— queda a menos de tres kilómetros de aquí, la de Zanja a más de siete. Igual hubieran podido coger por Infanta y se ahorraban dos mil metros, pero es encomiable el esfuerzo que hace el país para, en épocas de grandes carencias, asegurar la limpieza delincuentística de la cuentística cubana.
El calabozo era esta vez de cinco por tres metros, con un exagerado puntal de seis que aleja la influencia en el entorno de la única lámpara de luz fría. Valga la altura del techo, no sé qué hubiera sido de las narices de los doce que tuvimos que compartir celda de haber estado más bajo. El baño transmite en estéreo, el hedor se siente desde que se entra por Escobar. Pero uno está muy grandecito para estarse quejando de minucias como esas.
Perdí la cuenta de la cantidad de veces que me sacaron y me regresaron al calabozo, la última —Laide ya había preguntado por mí en carpeta y se le había dicho que yo no estaba en esa Unidad— para indagar si yo era un hombre «casado casado de verdad». Pretendían sacarme de quicio, pero por muy chiquito que pareciera yo al lado de mis compañeros de celda, no podía permitirme el papelazo de la queja.
La única «batalla de ideas» la tuve en una oficina con un policía que me señaló —pocas veces me he sentido tan avergonzado— lo desagradecido que yo era con una Revolución que me dio la oportunidad de graduarme de periodista. Total, para después imponerme no una remisión a Villa como cabe en casos tan comprometidos, sino la consabida acta de advertencia por violar mi prisión domiciliaria que no acabo de entender lo que advierte.
¿Qué seguridad puede tener un ciudadano sobre la seguridad de su Estado si sus agentes se limitan a estas caricaturas de detenciones que buscan callarte y te despiertan el grito? Las cuatro horas de ayer me acercan mucho más a una Plaza de la Revolución a la que acudiré de todas formas y sin previo aviso, a ver si el mármol de las construcciones que la rodean hacen eco de mi reclamo, y Polanco y los suyos evitan que la Zanja que han abierto entre nosotros se profundice definitivamente.