Por Jorge Fernández Era ()
Uno de los recuerdos más persistentes que tengo de mi infancia es la que se armaba alrededor del viejo radio de mi abuelo cuando iba a comenzar «Alegrías de sobremesa». En el apartamento de Santos Suárez vivíamos once personas —abuelos maternos, dos tíos, tres primos, mis padres, mi hermano y yo—, y el inmenso Phillips reinaba como único aparato de radiodifusión en una época en que los televisores Caribe en blanco y negro no eran aún el orgullo de la empresa nacional. En la propia emisora Radio Progreso había otro programa que también gustaba y me ponía los pelos de punta con sus efectos especiales para ambientar crímenes y casos policiales.
Cuando estudié en la Cujae, en mi acercamiento al Periodismo desde la responsabilidad de Corresponsal de la FEU, acudía todas las semanas a varias emisoras de radio y dejaba mis notas informativas, que luego perseguía desde mi flamante Sokol. En varias oportunidades me invitaron a leerlas yo mismo en la cabina y en vivo, hasta que un día me trabé con una palabra, el trauma quedó para siempre y no me atreví más.
En mis años de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana y de Nos y Otros hice amistad con mucha gente de la radio, en especial con Bladimir Zamora y Ramón Fernández Larrea. El primero me invitó varias veces a sus programas y hasta leyó algún que otro texto mío. Del segundo recuerdo «El programa de Ramón», que marcó época con un humor hoy impensable en la radio nacional. A Larrea habrá que levantarle un monumento por su defensa de la cultura cubana desde los espacios que aún escribe desde Miami.
Juré no pisar nunca más un estudio desde el día en que me invitaron a una emisora provincial de radio tras alcanzar el Premio Dinosaurio de Minicuento. Ya mis textos tenían fama de críticos y el director del programa se empeñó en condicionar las respuestas a su pensamiento. Me molesté y me fui sin que se realizara la entrevista, a pesar de que el locutor ya me había anunciado. Llegué a casa y me salió de un tirón «En el aire», un texto que incluí en el libro «Cruentos de humor» y que hoy regalo a mis hermanos Bladimir, Ramón y Laritza Camacho. Lo único real de la supuesta conversación es la frase «Los niños nacen para ser malditos». La pronunció mi hijo cuando aún no asistía a la escuela y ya el viejo Phillips era un armatoste olvidado en medio de la sala.
EN EL AIRE
—¿Y qué vas a decir?
—¿Cómo qué voy a decir?
—El programa es en vivo, no puedo arriesgarme.
—Yo respondo lo que tú preguntes.
—Está bien. Te voy a entrar con lo del próximo congreso.
—Ustedes me invitaron por ganar el concurso de poesía del sindicato. No sé qué tiene que ver una cosa con la otra.
—Es el pretexto. Recuerda que este espacio radial lo auspicia la Central de Trabajadores de Cuba. El congreso de los forestales lo tenemos encima, y tú manejas una sierra en Viñales, ¿no?
—Pero allí no soy ni cumplidor de la emulación socialista. Lo mío es la savia poética.
—No vamos a fajarnos por eso. Te pregunto entonces si no has dedicado unas décimas al congreso.
—Yo no me meto en política.
—Estás a tiempo. Falta una semana para el cónclave.
—A tanta insistencia… Veré si se me ocurre algo.
—Que se te ocurra. El programa sale al aire en una hora.
—¿Y será la única pregunta?
—No, la segunda versará sobre los incendios forestales.
—Nada que ver conmigo. Yo ni fumo.
—Si contestas así puedes quemarte. Di al menos que haces lo posible para que en tu carpintería no arda la leña.
—Cómo va a arder, si cortan los pinos antes de tiempo por tal de cumplir el plan.
—¿Y vas a lanzar eso al éter?
—Si me provocas…
—Ya te dije que no vamos a fajarnos por nimiedades.
—Entonces pregúntame con madera de periodista.
—¡Madera tengo, ¿qué pasa?!
—¿Es la tercera pregunta?
—La otra será que cuentes alguna anécdota.
—Tengo una muy graciosa: una vez, cuando niño, mientras mi papá me leía un libro, me le adelanté en una frase y le solté muerto de risa: «Los niños nacen para ser malditos» ¿No está buena?
—…
—Te hice una pregunta.
—Las preguntas las hago yo. Y esa anécdota no aporta.
—Tampoco lo de los incendios. Al menos la frase es graciosa.
—Para ti. No creo se ría el director de la emisora.
—Dime entonces tres preguntas inteligentes y lo que debo responder, a ver si nos ponemos de acuerdo.
—El guión no lo escribo yo. Es intocable; digo más: irrevocable.
—¿Qué tal si declaro que sobrecumpliré la producción y evitaré que los bomberos entren en acción? Con rima y todo, para reafirmar que soy poeta.
—Me gusta eso. Voy a preguntarte otra cosa que no tiene que ver con el programa: estoy ampliando la casa de la suegra. Mi mujer está embarazada y queremos terminar el cuarto para cuando llegue el maldito. ¿No podrás resolverme un metro cúbico de cedro?
—Ya me extrañaba. Siempre me hacen esa pregunta.
—Pero esta es sin censura. ¿Puedes o no puedes?
—Si tienes el transporte y la plata, llégate a Viñales, busca la carpintería y pregunta por Asdrúbal, el administrador.
—¿Y qué le digo?