OLGA, LA CIRCUNSTANCIA Y EL CAFÉ DE LOS ANCIANOS

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Por Jorge Sotero

La Habana.- Olga es mi amiga. Solo mi amiga, porque ella quiere que sea así. Pero como buenos amigos, nos contamos cosas. Tal vez no todas, pero sí algunas muy importantes, sobre nuestros planes y nuestro proyectos. Y, de paso, nos actualizamos sobre cómo vemos la situación en el país, de cómo va el barrio. Incluso, hablamos hasta de la circunstancia, como han dado en llamar algunos a lo que atraviesa en este momento Cuba.
Mi amiga, una persona dulce, que ha vivido lo suficiente para saber lo que está bien y lo que no, y que aún conserva la lozanía de esas mujeres de 40 años que lo mismo apasionan a alguien mayor que a un joven hechizado, con curvas abruptas, simas profundas y también cimas monumentales, sabe que soy sensible a los problemas que aquejan a los cubanos, sin distinciones de edades.
No me es ajeno nada. Y me duele lo mismo la carita sucia de un niño que pasa frente a mi portal, que la tristeza de un anciano que se asoma a la ventana a ver si el vecino lo invita a un café. Se conforma con un café, porque religiosamente, durante más de 50 años, él y su esposa se han tomado uno en las mañanas, aunque haya sido malo, ligado con chícharo y cualquier otra cosa, y ahora, de pronto, hasta ese desapareció.
Y Olga es sensible a todo eso. Y me lo recordó en la mañana. Dice que le duele lo que está pasando, que no ve solución posible a los problemas del país, pero admite que los ancianos y sus situación, es lo que más le golpea. También le duele imaginarlos sin la tacita de café de la mañana o la tarde. Porque hay muchos que solo eso llevan a sus estómagos en las mañanas y una comida en la tarde, porque sus jubilaciones no dan para más.
Van con zapatos viejos, reparados hasta en cuatro o cinco ocasiones, con ropas raídas y con los olores típicos de las personas que no tienen recursos para detergentes o jabones, y mucho menos para perfumes. Y lo que es peor, cuando te adaptas a un olor, por malo que sea, ya no lo sientes, y te parece normal. Pero quienes se cruzan contigo o hacen colas a la vez, si detectan el olor acre y rancio del sudor viejo impregnado en la ropa.
Para Olga, todo eso es pasajero. Ella sufre con lo del café, porque sabe lo que son los vicios. Conoce de cerca la sensación de reclinarse en el asiento y tomarse una tacita después de almuerzo. O la de apurar una en la mañana, mientras prepara un desayuno. Y por eso sufre con la situación de los ancianos, en el mismo país donde más de 100 delegaciones extranjeras tendrán las puertas abiertas en los próximos días, para una reunión que, entre otras cosas, ayudará a blanquear al gobierno más inepto del hemisferio.
Me duelen las palabras de Olga. Escuchar su tono cálido, su voz a medias, con ese temor perenne por lo que pueda pasarle al prójimo, me sobrecoge. Además de guapa y elegante, es buena persona. Tanto que tiene tiempo para preocuparse por la situación de otros, en tiempos en los cuales la gente solo piensa en ellos, y en cómo salir adelante.

Ahora mismo, sin embargo, ni ella ni yo sabemos cuándo volverá el café de los pobres, ese que se convirtió en meme y que, aunque pésimo, muchos lo necesitan. El gobierno, por si acaso, hace extraño mutis sobre el tema. Y es lógico, en el país donde no hay nada, ni corriente, no es extraño que falte el café.

Por si acaso, yo que no hago promesas, juré ir a tomarme uno con ella. Tal vez mañana.

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