Por Jorge Luis García Fuentes
La Habana.- Esta historia es ciento por ciento real, al menos un 98 por ciento, dejando margen a las lagunas de la memoria, treinta años después.
Un noviembre a principios de los noventa, nuestro grupo del ISA, con María Elena Ortega a la cabeza y apoyados por un productor del Gran Teatro de La Habana, fue invitado a un evento en Santiago de Cuba, para presentar nuestro montaje de Time Ball o el Juego de Perder el Tiempo, de Joel Cano, una puesta dirigida por la propia María Elena, que hacía honor a la complejidad filosófica del texto.
Íbamos en el tren llamado «especial», que solía tener un poco más confort que el «regular», como el aire acondicionado. No obstante, al pasar Matanzas la electricidad de nuestro vagón se descompuso, y siendo un viaje nocturno quedamos a oscuras y con calor, porque las ventanas no se podían abrir. Desde antes ya veníamos bromeando y cantando, cosa totalmente común en la temprana universidad, más aún tratándose de estudiantes de artes escénicas, llevando guitarras y viniendo con nosotros Tony Menéndez, divo y famoso desde pequeño, aquello no podía ser sino un espectáculo de cabaret en pleno viaje.
Aunque la mayor parte de los pasajeros se divertía con el show gratis, no faltó la que se sintió ofendida por alguna broma de Tony, llamando a la policía ferroviaria para que dejásemos de alborotar. Un policía corpulento, de fuerte acento oriental, llegó para advertirnos de que no se iban a tolerar más escándalos en aquel vagón, que regresáramos a nuestros asientos e hiciéramos silencio. Así lo hicimos, obedecimos la orden sin chistar y la fiesta terminó.
El problema fue que, al filo de la medianoche, cumplía años nuestra compañera Audry Gutiérrez Alea (hija de Titón, el más destacado director de cine cubano), y con una velita encendida fuimos hasta su asiento a cantarle las felicidades.
Aunque lo habíamos hecho en voz baja, evitando llamar la atención en lo posible, la misma persona enojada fue a delatarnos con el policía ferroviario, quien llegó minutos después, cuando incluso ya habíamos vuelto a nuestros puestos y estábamos en completo silencio, para amenazarnos de nueva cuenta con tomar medidas si continuábamos alterando el orden.
—Ay, usted me intimida… —dijo Milvys Lopez Homen, haciendo un chiste privado nuestro, referido a una anécdota de las pruebas de ingreso a la facultad, de cuando le dijo esa misma línea a nuestra maestra, que la estaba examinando.
Nadie pudo preverlo, era sólo una broma íntima del grupo que, inesperadamente, desató nuestras carcajadas sin poder hacer nada por evitarlo. Tampoco nadie pudo imaginar que el policía corpulento, ya casi de retirada, se voltearía y comenzaría a repartir golpes a quienes se hallaban más cerca. Creo recordar a Joel Núñez Arocha entre los primeros golpeados.
Se desató el caos y por un buen rato sólo veíamos siluetas y el haz de luz de la linterna del policía deslizándose por paredes, techo y piso. María Elena Ortega trató de mediar, recibiendo un empujón. Una mujer menuda como ella fue lanzada hasta caer en el asiento por aquel animal vestido de azul. Omar, el productor del Gran Teatro de La Habana, un ex miembro de Tropas Especiales, se acercó para tratar de contener al desaforado policía, pero recibió una bofetada como respuesta, devolviéndole él un tremendo puñetazo en el pómulo.
—¡La chapilla, la chapilla, cógele la chapilla! —la voz aguda de Milvys, referida a la identificación del oficial, es la única frase completa que recuerdo entre el bullicio que se armó, poco antes de dirigirme yo al tipo, gritándole «¡esbirro, eres un esbirro, batistiano!», recibiendo, a modo de réplica, un golpe en plena boca con el foco de la linterna. Aquello me volvió como loco y le lancé una patada a la cara, con tanta suerte que la suela de mi tenis le cayó en el mismo pómulo en donde antes nuestro productor lo había alcanzado con el puño, provocándole, encima del moretón, una cortada.
Mi labio superior sangraba copiosamente mientras Maylé Benítez Ortega me empujaba y me emplazaba a calmarme. La bronca, de hecho, se fue aplacando, mientras otros policías llegaban para calmar los ánimos y llevarse a otro vagón al maltrecho y encabronado compañero.
El tren especial no hacía paradas en pueblos. Los policías, ya comunicados con la jefatura por radio, nos avisaban de que íbamos a quedarnos presos al llegar a Camagüey, pero María Elena, así muy calmadita pero firme, se negó, asegurándoles que no nos íbamos a bajar a mitad de camino, que seguiríamos hacia Santiago y que allí seríamos nosotros quienes acusaríamos al policía por agredirnos en primer lugar.
Después de buen rato de consultas de los otros policías, aceptaron procesarnos en Santiago. A la mañana siguiente llegábamos a la estación. En efecto, habían desplegado un operativo impresionante para capturar a la banda de delincuentes que, según la información que tenían, habían asaltado a un inocente policía ferroviario. De inicio ni siquiera nos vieron pasar, probablemente porque no lucíamos como los criminales que estaban esperando. Cuando nos agrupamos en el andén fue que vinieron a preguntarnos quiénes éramos, y al identificarnos, ahí sí cargaron con nosotros en las patrullas.
Para muchos de nosotros resultó perturbador conocer aquella ciudad llegando arrestados. Así, presos, fue nuestro primer paseo por Santiago, de la estación de trenes al cuartel.
Pasamos la mañana haciendo declaraciones. El troglodita de azul nos acusó, en efecto, y nosotros a él. Curiosamente sólo levantó cargos directos contra María Elena, contra Omar, nuestro productor —el que le había dado el puñetazo—, y contra mí. Aunque en mi caso resultaba raro, porque tenía la boca inflamada y un diente flojo como prueba de su golpe con la linterna (me atendieron en el hospital y pude certificar el ataque), pero en su declaración no mencionó que yo lo había pateado, quizás por vergüenza sólo admitió el puñetazo previo, mostrando el moretón con cortada en la cara. Yo me cuidé de no contar la parte de la patada, así que su declaración iba a quedar un poco inconsistente de cualquier manera.
El policía tenía de testigos a sus compañeros —que no habían visto nada— y a la persona que nos había delatado con él al comienzo de la noche. Nosotros conseguimos las señas de varios pasajeros que lo habían visto todo, y que se ofrecieron a declarar en favor nuestro. A estos últimos nunca los vimos allí, nadie los convocó a declarar.
Ya en la tarde llegamos a nuestro alojamiento, y con algo de cuidados sanitarios, mi labio estuvo aceptable para el día de la función en el teatro Martí. Incluso el jefe de la policía de Santiago, un señor maduro muy decente, hay que decirlo, asistió a la representación, con todo y su familia, felicitándonos al final.
Quedó pendiente un juicio. Nos convocarían en algún momento para responder ante la ley por nuestros actos. Pero eso nunca ocurrió. Jamás recibimos citación después de aquello, y yo volví muchas veces más a Santiago sin que nadie me lo recordase. Era obvio que la actitud brutal de aquel socotroco iba a salir a flote en un proceso judicial, así que le echaron tierra encima al expediente y hasta el sol de hoy.