UN CASO SOCIAL

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Por Jorge Fernández Era
La Habana.- Me gradué del curso para trabajadores de Periodismo en un año muy difícil. En 1991 nos vimos ante la amarga realidad de que los «hermanos socialistas» nos dejaban solos en aquello de «a quien no le guste, que arranque, que arranque». El «periodo especial» —hermosa frase para definir algo tan horrendo— se empoderaba de nuestra existencia.
Vivía en San Agustín, La Lisa. Trabajaba en el Departamento de Cuadros del Poder Popular de la entonces provincia de La Habana, radicado en el Castillo de Averhoff, en Mantilla. Me trasladaba a diario en bicicleta, veinte kilómetros para allá y veinte para acá, hasta que un día caí redondo en la calle y desperté en una Sala de Observaciones. El doctor aseguró que lo bueno que tenía la hipoglucemia es que le daba a personas vivas, que si quería que no me repitiera dejara de darle a los pedales.
Opté por la permuta laboral. Fui a buscar opciones a la Dirección de Trabajo y Seguridad Social de la Lisa. Allí la jefa se embulló con mi reciente título y me pidió le tirara el cabo con la asistencia social de un municipio que se las trae. Fue una experiencia inolvidable. A pesar de que aún se contaba con ciertos recursos —repartí colchones, ventiladores, donaciones diversas…—, mi mayor orgullo fue resolver comedores obreros a las decenas de viejitos que vivían olvidados por su familia, muchos en paupérrimos hogares.
A la directora le costó trabajo sacarme de mis incursiones diarias a la pobreza liseña. Los ancianos se quejaron al enterarse de que tras año y medio atendiéndolos me designaban jefe de Recursos Laborales del municipio. Al anterior lo habían metido preso por vender plazas. Alguna satisfacción quedó de la nueva experiencia, como la de haber ganado la emulación provincial de contratación de trabajadores para el Contingente Blas Roca, con puerco asado y cajas de cerveza que celebramos en una orgía alimentaria no acorde con esos tiempos. Pero las dos horas dedicadas a atender al público me depararon sendos intentos de soborno con métodos no muy convencionales. El primero fue de una muchacha que necesitaba urgente la aprobara en Gastronomía. Después de trancar la puerta de mi oficina comenzó a desnudarse. Trabajo me costó convencerla —y convencerme— de que aquello no llegaría a ninguna parte. El segundo fue un individuo que puso sobre mi buró un paquete con sesenta mil pesos. Serían míos si firmaba el otorgamiento a su persona de una importante plaza en una institución turística. Mi negativa trajo por consecuencia amenazas de muerte y un intento de agresión en plena calle frustrado gracias a la ayuda de un transeúnte que practicaba artes marciales.
La Dirección de Cultura de San Miguel del Padrón salió en mi rescate y me incluyó en su plantilla como divulgador. Años después me encontré en la calle con un «asistenciado» que me había cogido aprecio. Me hizo el cuento de cómo finalmente logró graduarse de enfermero. Inspirado en su relato escribí «Vocación», un resumen de la novela que hubiera podido armar con mis peripecias como trabajador social en La Lisa. A mis compañeros de la Dirección Municipal de Trabajo y Seguridad Social les debo ese volumen y el poder conocer con profundidad la Cuba que no sale en los periódicos.
VOCACIÓN
Su nombre, Hilario Jesús Torrejón del Peñasco, era difícil asociarlo con algo ajeno a la literatura o a cualquiera de las artes. Pero Hilarión (llamado así por enemigos y escasas amistades) era (es) un delincuente, con arte, eso sí, lo que justifica de alguna manera su abolenga identidad.
Creció en un medio adverso. Su padre (al que apenas conoció) cumplía una condena de veinte años por arrojar sobre un peñasco a la madre de Hilarito (a la que apenas pudo reconocer) por un dulce demasiado dulce que le había cocinado.
Lo (mal)crió la abuela, a la que nunca tendrá cómo agradecerle el haberlo preparado para la vida, para la calle, para la vida en la calle. Se pasaba el día fuera de casa cumpliendo con los encargos de la señora madre de su madre, que lo mismo le daba un paquete de algodón para vender que una tunda de pescozones si no le traía el importe íntegro de la operación comercial.
Gracias también a la anciana dio rienda suelta a lo que en el horizonte se perfilaba como su gran vocación: la enfermería. La vieja cayó en cama (Hilarito la hubiera preferido en coma) y el nieto aprendió a inyectar, curar, poner enemas, tomar la presión… En fin, que tuvo que atenderla hasta el día en que tuvo que tenderla, resultado del infarto que le sobrevino cuando el hijo de su hija (Hilarito), en un arranque de furia, dio rienda suelta a su perro y este le fue arriba.
Sin familia, sin instrucción, sin empleo y sin escrúpulos, se dedicó al robo. A la policía nunca se le hizo sospechoso porque del primer atraco salió de lo mejor: el paquete que llevaba el turista en una mochila era de marihuana e Hilario fue condecorado en una ceremonia en la que las autoridades competentes y las organizaciones políticas y de masas le alabaron el contribuir con su acción al descubrimiento de una amplia red de contrabando de estupefacientes.
Cada vez que a algún socio del hampa le administraban un navajazo, allá iba Hilario a dar los segundos auxilios (los primeros los profería el vecindario). Luego aprovechaba las visitas al hospital para robar lo que viniera bien para su intitulado oficio de enfermero.
Se presentó a varias convocatorias para ingresar en la Facultad de Enfermería, pero en ninguna lo admitieron por sus antecedentes. Prejuicios machistas hicieron que sus pocos amigos tampoco lo aceptaran: enfermero y maricón eran la misma cosa.
Su vida dio un vuelco cuando el automóvil que alquiló para transportar un cargamento de jarabe antihistamínico patinó en la carretera y ruedas arriba fue a dar frente a un hospital.
En la sala de cuidados intermedios, sin otro pasatiempo que un televisor, vio por primera vez en la TV una Mesa Redonda. El destino le había puesto delante a aquel panel de periodistas que disertaban sobre el sistema penal cubano. Un reportaje exponía un programa emergente de formación de enfermeros entre presos comunes como forma de reinserción social.
Desde aquel día juró que iría tras las rejas. A pesar de que dispuso de tres meses de rehabilitación para urdir su plan de robo imperfecto, no calculó las atenuantes contempladas en el Código Penal para con los acusados. La prisión se le sustituyó por trabajo correccional sin internamiento. No podía ser de otra manera: se introdujo en una casa habitada, tomó del escaparate un pijama, se lo puso y se acostó a dormir en el sofá, no sin antes manchar los dedos con tinta china y dejar impresas sus huellas para que no hubiera dudas. El policía que acudió al juicio, con lágrimas en los ojos, ponderó la colaboración de Hilario Jesús Torrejón del Peñasco con el proceso investigativo.
Meses después volvió a la misma casa a las tres de la madrugada y, entre patadas y piñazos contra la puerta, despertó al vecindario con gritos de «¡Devuélvanme mi pijama!». Esta vez los jueces dictaminaron «nocturnidad, alevosía y reincidencia», e Hilarión para enemigos y escasas amistades fue a parar a la prisión de Valle Grande, donde cursó los dos semestres del curso emergente de enfermería destinado a reclusos con buena conducta.
Ahora no sabe si ahorcar o incrustarle una silla a la jefa de personal del hospital a donde ha ido a buscar trabajo. La susodicha le ha dicho que debe traer, cuanto antes, una certificación de antecedentes penales.