Por Manuel García Verdecia (CubaxCuba)
La Habana.- Resulta obvio que para el funcionamiento adecuado de una sociedad debe existir determinado grado de armonía entre todos los que la integran. Esto, dicho así, parece un asunto lógico y hasta fácil de conseguir. Sin embargo, con solo echar una mirada a la historia y al mundo en torno a nosotros, nos percataremos del estado de conflictividad que acontece por todas partes. Muchas son las causas, de orden político, económico, religioso, clasista, etc. Lo cierto es que no es fácil encontrar espacios donde colectivos humanos convivan pacifica, solidaria y constructivamente de buen grado.
Uno de los enfrentamientos más frecuentes que verificamos es el que se produce entre un gobierno y sectores de la población que están en desacuerdo con determinadas prácticas o propósitos de dicha administración. Esto es lo que promueve las protestas. Entonces, cualquiera que intente acercarse a entender la mecánica de la organización social se pregunta, ¿son beneficiosas las protestas? ¿Ayudan a resolver los problemas de un país? Creo que lo esencial al respecto es entender qué mueve a la protesta, de qué modo se realiza y cómo la resuelve el poder establecido.
El desempeño del poder presupone que este se ejerce sobre alguien. Tal relación se establece mediante la obediencia. Quién obedece no tiene el poder. Adolfo Sánchez Vázquez señala al respecto: «La obediencia solo existe como término de una relación; el otro es el poder». Por lo tanto, obedecer es reconocer y acatar a ese otro. Al ser así, por lo general, a los que no tienen poder solo les corresponde la obediencia. La iniciativa deriva del poder, los otros deben acatarla.
De acuerdo con Sánchez Vázquez: «Obedecer es cerrarse a sí mismo y abrirse al otro». De modo que nuestras vidas están constreñidas por el que detenta el poder. Se obedece porque se aceptan las condiciones del poder, porque se depende de él para vivir o porque se teme a la fuerza del mismo. La obediencia, en ciertos casos, puede traer resultados positivos para el que la asume, como cuando de ella depende el mejoramiento de la condición del individuo o su propia existencia. No obstante, siempre comporta un elemento problemático: la determinación de nuestro modo de ser no está en nosotros. Por supuesto que hay condiciones en que la obediencia convierte a los sujetos en esclavos de su relación con el poder. Y lo peor es que la obediencia siempre resulta un acto consciente, se obedece porque el individuo comprende que debe obedecer, aunque no siempre lo considere apropiado o justo.
Existe una relación directa entre obediencia y disciplina. Obedecer una costumbre, precepto o ley implica un acto de disciplina. El individuo debe tener una aprobación y consecuente disposición para acoger ese elemento dictaminador de conducta y, por ende, cumplirlo rigurosamente. No obstante, la disciplina solo es un valor positivo cuando se asume como reacción apropiada ante una situación determinada; o sea, la disciplina exige razón para que sea recta. Debe entonces surgir de nuestra convicción personal de que hacemos lo correcto y justo.
Una disciplina impuesta no solo va contra el ánimo y la voluntad del sujeto, sino que lo enmarca en una supeditación formal que genera por lo común doble moral. Se cumple porque es forzoso, pero no porque se entienda que es necesario o favorable. Precisamente cuando la obediencia no responde a la razón o a la necesidad de la persona, sino a cualquier determinación ajena a ella, se convierte en una exigencia hostil al libre albedrío del ser humano.
Es entonces que aparece la desobediencia como reacción lógica y, eventualmente, imprescindible para restablecer el equilibrio entre exigencias externas y disposiciones personales. Por tal motivo, en el comportamiento humano es más eficiente la responsabilidad que la disciplina. El individuo debe tener conciencia de las razones y consecuencias de sus actos, y hacerse responsable de su realización. Esto permitirá que no haya discrepancia entre lo que se piensa y lo que se hace, lo cual es la base para una moral y una actuación cívicas saludables.
La desobediencia aparece en situaciones de un excesivo poder, como manera de recuperar la autodeterminación. Los principales obstáculos para ella son la ignorancia de las razones de esta dependencia del poder, la aceptación acrítica de ciertos proyectos aparentemente beneficiosos, el autoengaño conservador u oportunista y el miedo a las represalias.
El ejercicio de la desobediencia ante un poder lesivo puede ser por medios pacíficos, de reacción consciente a lo que sostiene el poder, o por el uso de la fuerza, que ya incluye mayores recursos, riesgos y sacrificios, por lo que resulta la forma menos deseable. En cualquier caso, para romper las ataduras perniciosas con el poder del modo menos perjudicial, se reconocen ciertas condiciones básicas: 1. Conocimiento fundamentado de lo que se nos trata de imponer. 2. Determinación a no ser fichas del juego del poder. 3. Conciencia de por qué no se debe obedecer. 4. Asertividad en cuanto a lo que aceptamos y lo que no. 5. No cooperación con lo que nos hace cómplices del poder. 6. Rechazo a todo compromiso que dé prolongación al poder. 7. Actos dirigidos a debilitar la estructura del poder.
El proceso para eliminar la obediencia a un poder dañino, requiere de profundas convicciones, de autodeterminación, de una clara conciencia cívica y de una activa participación de la sociedad civil. La historia muestra numerosos ejemplos de cómo la desobediencia civil puede poner fin a formas de poder nocivas.
La desobediencia en sí misma no es buena ni mala. Su condición y resultados dependen de las razones que la generen, el modo en que se ejecute y se resuelva, así como los resultados que alcance. Desobediencia no es sedición ni violencia. Es básicamente la adopción de una actitud de rechazo a una situación o decisión que una persona o grupo de personas halla ilógica o nociva a sus intereses. De tal modo, es la expresión franca y abierta de su desacuerdo. Su fin es llamar la atención sobre alguna idea, regulación o actividad que no resulta aceptable o conveniente para los ciudadanos. Esta puede ejercerse sin consecuencias lesivas cuando se establece un marco favorable de expresión y se actúa con responsabilidad y respeto, tanto por parte del que manifiesta su desacuerdo como del que es objeto de impugnación.
Desde el siglo XIX, el filósofo norteamericano Henry David Thoreaux desarrolló el concepto de desobediencia civil. Su actitud surgió como corolario a su rechazo a pagar impuestos para la realización de la guerra de los Estados Unidos contra México, a la que consideraba injusta y criminal. El término «civil» nos indica una cualidad básica de esta postura, que la aleja de cualquier acto hostil o agresivo. No se trataba de una reacción belicosa sino solo urbana, cívica, de asumir su condición de ciudadano para sostener un comportamiento noble.
Thoreaux resumía su comportamiento de este modo: «Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto». La consecución de una civilidad constructiva implica la educación de los sujetos en el desarrollo de un pensamiento crítico, que les permita acceder por sí mismos a conclusiones veraces y lógicas; así como la consolidación de la responsabilidad como un valor de relación, interacción y convivencia imprescindible.
No es fortuito que en la Carta Magna de la mayoría de las naciones, incluida la nuestra, se apruebe como un derecho fundamental la libre expresión de ideas y la posibilidad de manifestarse pacíficamente. Esto se considera y decreta porque, en primer lugar, es un reconocimiento al derecho de las personas a exponer sus desacuerdos de forma cívica e incruenta. En segundo lugar, porque es una vía de retroalimentación de los sistemas de gobierno para conocer el estado de aceptación de su quehacer. Y en tercero, porque es una suerte de terapia que permite mantener un equilibrio social y evitar estallidos perniciosos.
Por tanto, ningún estado debe temer a los actos de desobediencia civil si sabe manejarlos de forma serena y comprensiva. Para ello resultan siempre beneficiosos el diálogo franco e inclusivo, así como la negociación mutuamente beneficiosa. El consenso y el respeto siempre serán procedimientos más fructíferos y propiciatorios para la concordia humana que la prohibición y la represión.