Por Ulises Toirac (Facebook)
La Habana.-
Ir a un concierto de Pedro era un regalo aunque pagaras dinero, tiempo, molotera y riesgo. Recuerdo perfectamente el aire tenso pero picaresco del que se llenaba la sala de «peluses» cuando se hacía la oscuridad previa al concierto. Y el sabor disidente. Irreverente. Una verdadera carga de adrenalina.
Sonaban entonces las cuerdas de la guitarra y los arañazos sobre ellas, el bongó y algún cajón. La guajirancia del más alto vuelo de que se tenga noticia en este país de guajiros ilustres. La sala rompía en aplausos y gritos y aparecía, iluminada por las luces de escena, la mítica figura de un trovador sonriente y barbudo, el pelo enmarañado y largo como su cultura, la mirada brillante y limpia, y la barnizada madera de su guitarra lanzando locos destellos, reflejando luces y sombras… una compacta y definida conspiración entre el escenario y las butacas.
Y echaban su manantial entonces las canciones, sonaban el tomeguín y las canturías, el pilón de tronco de palma y la cafetera de manga. Cada canción escalando más y más ese sentimiento de complicidad, esa entusiasta alegría que crecía con las ternuras y el romance de la niña mala y la tozudez del abuelo Paco. Y todo aquello amenazado por las brigadas de respuesta rápida tristemente célebres por agitar violencia también contra los artistas.
Y uno se sentía en libertad. Esas dos horas se reía, se palmeaba, se bailaba y se disfrutaba de una música medularmente cubana con una poética que le roncaba los cojo…
Y algunos no recordamos (porque el tiempo hace esas jugarretas) que luego cantábamos muy bajito en la calle, por temor a que nos escucharan, lo que Pedro Luis Ferrer, con un micrófono y acompañado de su guitarra, entonaba sin más credos que los de su arte, y sin miedos, en los escenarios de sus conciertos.
Siempre ha sido sincero y transparente, arriesgado y brutalmente coherente, con una sensibilidad y una cultura de dios. Pedro siempre ha sido un ARTISTA.