Por Alexis Ardines
La Habana.- Todavía puedo sentir la brisa suave acariciando mi rostro mientras me sumerjo en los recuerdos de Cabaiguán, mi querido pueblo natal. Nací y crecí justo al frente del viejo tejar, un símbolo de la historia que se entrelaza con aquellas calles de rocoso y los rincones del lugar que solía ser mi hogar. Ahí, donde el tiempo parecía tener un ritmo distinto, guardo los fragmentos más dulces de mi infancia.
A pocas cuadras de mi casa, cortando camino por el potrero de Sanfiel, el club campestre era el corazón palpitante del pueblo. Los domingos eran sagrados, todos acudían en masa para la matinée con el conjunto Los Fratelos. Canciones como “La avispa…, me llaman la avispa…”, aún resuenan en mis oídos como susurros del pasado. Los niños corríamos hacia el parque infantil, un rincón con artefactos hechos de tubos y cabillas que parecían haber brotado del ingenio de algún sueño infantil. Tiovivos, sillas mecedoras, barcos para columpiarse y canales de metal que ahora solo existen en la imagen nostálgica que revivo en mi mente.
Las tardes en el parque estaban llenas de aventuras. Los refrescos de botella costaban apenas cinco centavos y los paqueticos de sorbetos 15, una combinación mágica de sabores que ahora son un tesoro muy preciado dentro de mi corazón.
Al centro del pueblo, la pizzería La Milanesa era la esencia misma del sabor. Aquel rincón, cuyos aromas se entrelazaban con los recuerdos de risas y conversaciones animadas, era un paraíso de sabores auténticos que años más tarde pude comparar con los originales del horno de piedra de la Pizzeria Le Colombe, en Nemi, a las afueras de Roma. Una pizza costaba 1.20 pesos cubanos, una bambina 60 centavos, y los espaguetis no rebasaban el peso con 50. Ese dinero, que entonces parecía más abundante que las estrellas en el cielo, se deslizaba entre nuestros dedos como un reflejo fugaz.
En cierta ocasión, un domingo de hallazgo y aventuras, mis amigos y yo nos encontramos un billete de 20 pesos y nos sumergimos en el festín de gastarlos ese mismo día. Nos dirigimos a la pizzería y nos entregamos al placer de la comida italiana. Después, nos fuimos al parque infantil del club campestre, donde terminamos con una caja de refrescos y muchos paquetes de sorbetos. Y, por si fuera poco, todavía nos quedaba dinero para completar el día con una subida hasta el pueblo y una pasada por la fiesta de la Colonia Española. Aquellos veinte pesos nos parecían ingastables.
El tiempo pasó como un río inconstante y esos 20 pesos se volvieron mucho más que un valor monetario, se convirtieron en el hilo conductor de nuestras historias de infancia. Hoy, la distancia nos separa y la mayoría de mis amigos y yo vivimos lejos de Cuba, de aquel rincón que siempre llevaré en mi corazón. Regresamos de vez en cuando, y al ver que el parque infantil desapareció, y el club campestre que alguna vez fue nuestro refugio ahora perdido en el tiempo y sus ruinas, la nostalgia se hace presente con fuerza avasalladora.
La pizzería La Milanesa, que alguna vez fue el epicentro de encuentros y risas, cerró sus puertas hace tiempo. Los 20 pesos que solíamos considerar una pequeña fortuna ahora son apenas d10centavos de dólar, una desvalorización del dinero que refleja de manera cruel cómo el tiempo y las circunstancias pueden cambiar el valor de las cosas. Los sabores, los juegos, los amigos, todo parece desvanecerse en el eco de los días pasados, y me pregunto si algún día las risas volverán a resonar en esos lugares que ahora solo son testigos silenciosos de lo que una vez fuimos.