Por Jorge Fernández Era
La Habana.- Por mencionar al Comandante en Jefe en uno de mis cuentos, mi libro «Decamerún. Humor negro no tan negro» perdió la posibilidad de inaugurar la colección «A reír» de la Editorial José Martí a comienzos de la década pasada. Se intentó salvar la situación proponiéndome suprimir ese y dos textos más, pero me mantuve en mis trece.
Hoy es trece. Cuento esa anécdota y traigo el cuento de marras: «Autoincineración». Nunca había podido colarlo en antología alguna. Tiempo después de resignarme a que no sería publicado, un amigo me sugirió cambiar el título al libro: «Decamerún. Humor negro no tan negro» podía generar suspicacia en los que ven racismo en cualquier cosa. Pasó a llamarse «Cada cual a lo mío. Humor en bruto para gente no tan bruta».
Por azar, dos años después de la censura se me designó subdirector de la José Martí. La comisión que analizó mi libro me sugirió retomarlo en aras de salvar su publicación. Propuse se mantuviera tal y como lo había entregado originalmente. Era mejor —expuse— dejar la decisión al Instituto Cubano del Libro. La institución rectora no hizo cuestionamiento alguno, y ahí está el que constituye mi tercer —y último— libro para editoriales de la Isla.
De lo que pasó con «Cada cual a lo mío» no culpo a mis compañeros de la Editorial José Martí. El humor político sobrevive tras seis décadas en su variante de irle con todo al enemigo externo, pero está prácticamente desaparecido en la de desnudar al que llevamos dentro. El principal responsable fue el propio líder de la Revolución, que llegó al absurdo de prohibir cualquier caricatura que aludiera a su personalidad.
No abrigo dudas de que la aparatosa detención que me realizaron el jueves 6 de abril del presente año estuvo dada por la publicación cuatro días antes, en mi columna humorística para La Joven Cuba, de un cuento sobre una posible conversación del Comandante en Jefe con su «Relevo». Si semejante texto me costó tres horas de detención en la Unidad de Aguilera, mis constantes alusiones al actual relevo de la «continuidad» ya hacen méritos para cadena perpetua.
AUTOINCINERACIÓN
Mi lugar de nacimiento es un dato confuso: en algunas inscripciones aparezco pinareño, en otras habanero, y en la última resulta que soy devoto de la diosa Artemisa. Los pocos miembros de mi familia que quedan en Guanajay me prefieren capitalino, no me perdonan haberles quemado accidentalmente, niño aún, un rancho repleto del mejor tabaco del mundo. Una fumada espectacular.
Lo más relevante de mi enseñanza primaria fue un mural que diseñé en ocasión de una visita del presidente de la República para inaugurar una carretera. Busqué una foto de Carlos Prío y la rodeé de flores y tres o cuatro frases altisonantes. Al retirar la tela que lo cubría, el presidente se puso pálido y por poco me fusila —es conocido el carácter que se mandaba Batista—. Hoy, en el Museo de Guanajay, se conserva una instantánea del momento de estupor que produjo mi mural, pero se le achaca la «protesta cívica» a mi entonces maestra. Algún día reivindicaré aquella burrada, aunque solo me sirva de prueba la libreta de Historia que aún conservo con las clases que nos impartió la susodicha.
Al triunfo de la Revolución me encontraba preso en el Castillo del Príncipe. La injusticia quiso se me acusara del asesinato de un senador acribillado por las balas segundos antes de salir yo por la chimenea de su residencia con un botín a cuestas. Qué puede esperar un joven de veinticuatro años condenado a uno más de cárcel —veinticinco— que no sea podrirse entre rejas.
Los barbudos me devolvieron la vida. Y tuve que devolver al tesoro público un diamante valorado en veinticinco mil pesos —a mil el año hubiera salido la cosa—. Me dejé crecer la barba y estuve treinta y dos meses con grados de subteniente al frente de la galera número tres del Príncipe, la misma en que figuraba como reo el verdadero asesino del senador del diamante. Este —el criminal— falleció calcinado en un incendio que causó la colilla de un habano una semana antes de que me trasladaran a la Escuela de Artillería de Managua —siempre me he sentido sospechoso de provocar tal incendio—. Allí, limpiando una escopeta, se me escapó un tiro y herí de muerte, o maté de heridas, al cocinero del regimiento. Salvé la honra porque en la investigación salieron a relucir relaciones un tanto estrechas del occiso con un homosexual bailarín de Tropicana que voló al norte. Ignoro cuál de los vuelos cerró el caso, pero quedé como el tipo que por poco mata dos pájaros de un tiro.
Como medida disciplinaria me mandaron esta vez a los cafetales de Maisí, donde pasé los mejores años de mi juventud desvelado por las atenciones al aromático grano y por las cantidades industriales que bebí de la estimulante infusión. De aquella época data un artículo que envié al periódico provincial y que el director, con solo ver el encabezamiento, me publicó sin chistar. «El título le levanta el patriotismo a cualquiera», comentó él. «La heroína de la Sierra» era un análisis sobre el consumo de estupefacientes en la zona de Puriales de Caujerí.
Años después, al fundamentar la separación definitiva de mi puesto de administrador de la granja pecuaria El Cuartón de Tula por colocar a su entrada una valla con la foto de Ubre Blanca y el texto «Comandante en Jefe, ordeñe», se citaba, como antecedente de mi conducta, la ambigüedad del mencionado título.
Al surgir el Cordón de La Habana nos hicimos célebres —el antiguo director del periódico provincial y yo— por la cantidad de posturas enviadas a occidente para sembrar cafetales en las colinas de la capital; aprovechábamos las trincheras cavadas en plena Crisis de Octubre. Fue el fin de la pujante finca, porque el café nunca retoñó en La Habana. La historia demostró que dichas tierras (las de la capital y las de Maisí) eran más productivas para el cultivo del marabú.
Los últimos años de la década del sesenta los pasé como jefe de lote en los campos villareños, sembrando la caña que se molió en la Zafra de los Diez Millones. Al finalizar esta, se le achacó la culpa de su fracaso a mi entusiasmo por el sistema australiano de quema de la caña de azúcar. A mi favor debo decir que nadie advirtió que de la quema estaban exentos los viveros destinados a semillas.
Diez años estuve en Cayo Veitía como guardafrontera, comido por los jejenes o engulléndolos. Conservaba el desvelo de los tiempos gloriosos de los cafetales de Maisí: en mi zona no hubo infiltración enemiga. En puestos fronterizos los centinelas se duermen, reciben una lluvia de tiros y luego son ascendidos por repeler la agresión. Yo, que en mi sonambulismo solo repelí mosquitos y prendí hogueras para el café de medianoche, quedé en soldado raso. Por mi posta nunca hubo penetración enemiga, ni siquiera ideológica.
Cuando la emigración por el Mariel, dada la abundancia de plazas vacantes, me situaron —uniforme incluido— en el Banco Nacional de Cuba a incinerar billetes viejos o en mal estado. Me fue bien, tanto que estuve hasta 1992, pero un día no cumplí mi cometido y por poco me apropio, si no me hubieran descubierto, de un maletín con unos pocos millones.
Como a todo desmovilizado del Ministerio del Interior, se me dio la oportunidad de trabajar en una firma extranjera: la sucursal de los autos Seat en Cuba. Mi puesto de asesor de marketing del área comercial justificó propusiera el siguiente eslogan: «Donde Seat, como Seat y para lo que Seat».
La sanción consistió en ocupar el puesto de fregador de platos y otros enseres en este, el entonces centro turístico El Salado. La experiencia de otrora consolidó mi prestigio con la cafetera y el director confió en mí para la colada del mediodía. La conversión en motel para el turismo internacional me sorprendió afianzado en la plaza de maletero y como ayudante del bar, donde inventé varios cocteles con crema de café premiados en competencias provinciales de gastronomía.
Tras la dolarización de la economía, con un título de Licenciado en Bioquímica obtenido quemándome las pestañas, he ganado en propinas diez veces la suma de mis salarios como subteniente, jefe de granja y de lote, guardafrontera, empleado del Banco Nacional y asesor de marketing.
Por mi condición de vanguardia —ya hablé de premios, pero agrego mis donaciones de divisas a la Sala de Quemados del hospital Calixto García— me recomiendan para un puesto en el Partido municipal. La Comisión de Idoneidad pidió redactara esta autobiografía. He sido lo suficientemente honesto para que, lectura concluida, desistan del empeño y me sugieran incinerarla.