Por Anette Espinosa
La Habana.- Hacer mercado es una de las tareas esenciales que más disfrutan las personas. Eso de ir a buscar las cosas que necesitan para la semana, después de días de trabajo y volver a casa con aquello que precisas en las bolsas genera placer. El que compra intenta complacer a todos: la carne que le gusta a los niños, el yogurt de los abuelos, las cervezas del papá, las verduras de la mamá, que hace dieta por qué no quiere subir una libra más…
Funciona así. Las personas trabajan y luego, a pie, en taxi, en el auto propio, o en ómnibus público acuden a un mercado cualquiera, donde se mezclan ricos y pobres, jubilados y deportistas, y regresan a casa con lo necesario para una semana de vida. Con las cosas elementales para llevar una vida placentera, para alimentarse bien, que es muy diferente a comer.
Danielle es un amigo noruego. Es profesor de música en una escuela y su esposa trabaja en una guardería. Solo hacen mercado los domingos en las mañanas. Después de la habitual caminata y de un desayuno frugal en casa, a base de verduras, un par de huevos hervidos y un jugo de frutas y vegetales verdes, montan en sus respectivas bicicletas y van a cualquier mercado.
En los alrededores hay muchos mercados, de diferentes tipos, pero ellos prefieren ir a uno que queda como a 10 cuadras, que ofrece mejores precios, sobre todo para las frutas y las verduras, porque en los alrededores de ese, incluso, algunos pequeños productores acuden a vender setas, fresas, coles y otros productos cultivados en pequeñas parcelas, y a todos en casa les gustan esas cosas.
Fuera no hay colas. Entra y van a lo anaqueles, toman lo que quieran y lo ponen en el carrito, donde llevan además sus mochilas. En Noruega nadie te obliga a dejar las bolsas en ninguna parte, ni la mochila. Y tampoco te revisan al salir.
Las compras son rápidas. Unas cosas por acá, otras por allá. Solo lo necesario y van a pagar a unas cajas donde no hay personas. Danielle y su esposa pasan los productos, luego la tarjeta del mercado del cual son socios y siempre les da un descuento, y luego la tarjeta del banco, donde les descuentan unas 700 coronas, más o menos 70 dólares estadounidenses. Todo lo de una semana por ese monto, que lo gana uno de los dos en un día con tranquilidad.
Fernando vive en Chile con su esposa, una niña pequeña y la suegra. Solo el trabaja. Hace Uber de 10 de la mañana a ocho de la noche de lunes a sábado, porque los domingos los coge para ir al mercado y llevar a pasear a la familia. Su trabajo es duro, sobre todo porque vive con la tensión del que tiene a muchas personas bajo su responsabilidad.
Normalmente acude a comprar a un mercado de las afueras, porque los precios son mejores. Cada semana compra lo que necesita para siete días, salvo los detergentes, los jabones y todas esas cosas de aseo que las va adquiriendo a medida que se van terminando.
Fernando también se da sus gustos. Se toma sus cervezas, invita a los amigos, asan carnes, la pasan bien. Para eso trabaja toda la semana. Al mercado acude con unos 120 dólares cada semana y con eso le sobra. Entra al mercado coge un carro y lo llena. Cada semana compra yogures diferentes para su nena, para que no se aburra de uno u otro. Y lo mismo hace con los jugos y las compotas. Y compra carne de diferentes cortes, lo mismo de cerdo que de res, además de pescados y mariscos, muchas verduras, arroz del mejor y pastas de la mejor marca.
Y Fernando solo trabaja de chofer de Uber y en su casa son cuatro. Su visita al mercado demora unas dos horas, porque la nena se la pasa de un lado a otro, buscando chocolates o gomitas con muñequitos, de esas que les gusta a los niños. Al final, la cuenta no superó los 100 dólares, al cambio y eso que compró una botella de Bacardí para regalársela a un amigo cubano que acaba de divorciarse y atraviesa un mal momento.
A Fernando tampoco le pidieron que dejara la mochila al entrar, ni lo revisaron al salir, ni le preguntaron si los caramelos que llevaba Paola -su niña en las manos- los había pagado o no. Al entregarle el comprobante, incluso, la cajera le dio las gracias.
Víctor trabaja para una casa de apuestas desde Moscú. Es articulista. Su salario no es nada del otro mundo, e igual va al mercado una vez a la semana, en las mañanas de los domingos, porque lo decidió así. Rusia está en guerra, pero los mercados están llenos de productos, del tipo que quieras. Y él solo compra para tres, porque vive con su esposa y su suegra.
Las compras, generalmente, las hace en unos mercados pequeños que quedan cerca de su casa, pero que son más grandes que cualquier de los que hay en Cuba, con anaqueles llenos, sin guardias en las puertas para revisarte al salir o al entrar, y con cajas en las cuales pagas tu mismo. Víctor compró todo lo de la semana, incluyendo cervezas, una botella de vino y un vodka y no pasó de 45 dólares al cambio. Y Rusia está en guerra.
Otro Víctor, también cubano, vive en Ghana. Se casó cuando estudiaba en la Universidad de Camaguey con una namibiana y por esas cosas de la vida se fue después a Ghana. No tiene trabajo fijo. Se dedica a ir a la costa cada día a media mañana a comprarle pescado a los pescadores que pasaron la madrugada en el Atlántico y llegan en sus largas canoas cargadas de buenas piezas. En su camioneta tiene unas neveras que llena hasta arriba y luego toma una carretera al interior, donde los vendedores le compran todo lo que lleve.
No es un intermediario. Es un comerciante, una de las profesiones más antiguas. Y Víctor lo hace bien. Intenta comprar lo más barato que pueda, y vender lo más caro, pero sin apretar, porque sabe que, si lo hace, pierde clientes. La venta de pescado es un negocio y todos tienen que ganar, incluso el que lo compra al final.
Víctor no hace mercado un día específico. El trabaja cada día y como va al interior y allí los precios son más baratos, porque hay más pobreza, de allá trae todo lo que necesita. Si se trata de melones, frutas, hortalizas, son mucho más baratas que compradas en la capital donde vive. Mellie, su esposa, solo le dice lo que tiene que comprar y él lo hace. Lo que gana en un día le sobra para adquirir lo que gasta en la semana en las cosas de la casa.
Garlobo vive en Cuba. Es maestro por el día y de noche cuida unos almacenes de educación. Da clases de lunes a viernes, menos ahora, en tiempo de vacaciones, y hace guardia un día sí y uno no. Tiene 48 años y parece de 63. Los dientes se le han caído y no encuentra tratamiento, porque la estomatóloga, que es la cuñada, le dijo que no había nada.
El profe Garlobo, un genio para explicar las matemáticas, hace mercado todos los días, aunque casi nunca compra nada, porque no lo encuentra. Cuando hace guardia de noche, solo tiene tiempo de ir a casa, darse un baño y de ahí a la escuela. Cuando no, sale con una javita para comprar lo que aparezca. A las tiendas en divisas no puede entrar porque no tiene, y en las calles no hay quien compre nada. La mayoría de las veces no hay, y cuando encuentra todo está por las nubes. Con lo que gana en tres guardias, no le da para una pata de cebollas para que Adelfa, la esposa, haga una sopa.
Un día le preguntó a sus alumnos, para saber, cómo hacían en sus casas para comprar la comida y uno de ellos le dijo que en su casa hacía muchos días que no se encendía el fogón, porque no había nada que comer, que él, su hermano y sus padres, solo se comían el pan de la bodega.
Esa tarde, el profe invitó a tres alumnos a jugar dominó, entre esos al niño de marras y le dijo a Adelfa que preparara un buen caldo, con carnes y viandas que, a duras penas, había comprado el día anterior. Apenas jugaron dominó, pero hablaron de muchas cosas y el profe quedó feliz porque le dio una comida caliente a su estudiante.
A la mañana siguiente, a Garlobo lo citaron a la policía. Estaba el director de la escuela, el de la seguridad del estado que atiende educación y dos mirones más. Le cuestionaron que le hablara a los alumnos de un mundo mejor, de lugares donde se podía ir al mercado y comprar lo que se le antojara a las personas. Y le dijeron que a él se le estaban cayendo los dientes por el bloqueo. El profesor regresó a casa llorando y le contó a su mujer. Esa misma tarde le dijo a sus hijos que buscaran la forma de irse de Cuba, aunque solo fuera para que pudieran hacer mercado los domingos.