Por Jorge Fernández Era (Facebook)
La Habana.- El tema de la corrupción me ha obsesionado siempre. Es un mal mundial. Se destapan a diario y en todas partes escándalos de políticos que se valen de cargos e influencias para enriquecerse o multiplicar sus arcas. En la escuela nos enseñaron —puro cuento, y no en Español y Literatura— que en Cuba era un rezago del pasado, que la Revolución estableció pautas para que no resucitara como las malas hierbas.
Ya desde la década de los setenta, en la Lenin me pregunté con qué salario los «papás de los hijos» podían organizar aquellas fiestas donde había de todo, en tiempos en que lo más a mano era un «mercado paralelo» que, como dicen las leyes de la Física, solo confluía en el infinito con lo que venía «de afuera».
Por ahí guardo la nota oficial de Granma —búsquenla para que se rían— que explica la destitución de Carlos Aldana como secretario del Departamento Ideológico del Comité Central. Le habían «detectado» una cuenta en dólares en el extranjero. Aldana fue el artífice en 1987 de una célebre reunión de los estudiantes de Periodismo con él y con el Comandante que me costó perder mi cargo de vicepresidente de la FEU de la Facultad y trasladarme para el curso nocturno si pretendía concluir la carrera.
Lo peor de la corrupción nuestra es que no hay manera de denunciarla, ni social ni judicialmente. Todos, desde el ciudadano común hasta el más alto funcionario, tenemos hecho un expediente, solo falta que nos tornemos incómodos para que salga a relucir que un día le compramos chocolates a una vecina que trabaja en la cercana fábrica La Estrella.
Los dirigentes, si les da la gana, podrán adquirir la fábrica completa —¿qué si no son Supermarket, Katapult, negocios de caballos y avestruces, casas de renta estilo Dubai y tantos otros negocios que escapan a la supervisión de la Contraloría General de la República y a la pobreza de nuestro «a cada cual según su trabajo»?—. Si no se destapa una bulla mundial —remember narcotráfico y caso Ochoa en 1989— o se valen con urgencia de un chivo expiatorio, tendrán a resguardo el turbio resultado de su «sudor» en algún sistema financiero no «bancarizado», y no recurrirán a la «resistencia creativa» para disfrutar de las bondades del «socialismo».
En esa cuerda va «De mal en mejor», un cuento que tiene algunos años y absoluta vigencia.
DE MAL EN MEJOR
Nada más a él se le ocurre cuestionar el trabajo de la comisión que preside uno de los elegidos, el preferido del jefe, aquel que le infla el salvavidas cuando la nave se va a pique.
Que no lo inviten a la recepción con la delegación marroquí es presagio de que la cosa pinta mal, que algo se cocina y no precisamente para servirlo en las bandejas del convite. El segundo indicio es que lo envíen, cámaras de televisión incluidas, a chequear la zafra azucarera en Las Tunas. A él nunca lo habían cogido para eso. Es un recurso del director para quitarse a los insoportables cuando en el cierre de mes hace falta dilucidar algún asunto escabroso.
Acostado en las arenas de Guardalavaca reflexiona sobre el futuro, sobre «su» futuro, encerrado sin salida por signos de interrogación. Desesperado está por regresar a la capital y recibir respuesta del amigo de la Contrainteligencia que quedó en averiguarle. Este está más ansioso aún por decirle lo que al final le dice: «Contraloría va a caerte en una semana. Estás a tiempo para quitarte de encima un poco de bagazo. Pero recuerda: no te he dicho nada».
Cancela la compra del apartamento para el hijo. Busca la manera de justificar la erogación al técnico alemán —casado con su secretaria— de cuarenta mil dólares que nadie sabe cómo fueron a dar a la cuenta de su secretaria. Vende el carro que se adjudicó con el cambalache luego de la inversión en la fábrica de Manzanillo. Cierra con los haitianos el negocio que tan buenos dividendos le reportó después del terremoto. Las gomas y otras piezas que quedan del último envío se los obsequia a sus socios de Santiago, buena falta les hace tras el paso del ciclón.
Convence a su mujer sobre lo sano de renunciar a las planificadas vacaciones en Cayo Largo. Esta vez no será engavetado el chivatazo a La Habana cuando lo vean practicando nudismo en los bajíos sureños.
Tiene que librarse —«No hay que exagerar», argumenta a su familia— de algún que otro televisor de pantalla plana. Y de la consola del patio, que nunca se enciende porque basta con la de la terraza para enfriar la residencia.
El día del juicio siente que le quitan un peso de encima. No sale absuelto, pero la cadena perpetua que creía para sí el día en que preguntó a los de Las Tunas por el rendimiento cañero no puede compararse con estos insípidos cinco años que le piden por empobrecimiento ilícito.