Por Fernando Clavero
La Habana.- El estadio de Las Tunas tendrá luces para la llamada Gran Final de la Serie Nacional de Béisbol, que enfrentará al equipo local con el que gane el juego de este martes entre Industriales y Santiago de Cuba, previsto para el Guillermón Moncada, de la segunda urbe cubana.
Eso no es noticia, pero sí que el Julio Antonio Mella, como se llama el desvencijado campo de béisbol tunero, tenga listo su alumbrado para poder jugar de noche. Así al menos lo reflejan algunos de los voceros del pasatiempo nacional, como Guillermo Rodríguez, uno de los relatores de Radio Rebelde, en su página de Facebook, y lo replica, por la misma vía Carlos Hernánde Luján, otro que hace loas al llamado pasatiempo nacional de los cubanos.
Lo cierto es que a cualquier aficionado, y a mí entre ellos, nos parece una falta de respeto enorme que el estadio de uno de los equipos que participa en la Serie Nacional no tenga iluminación artificial y obligue a jugar de día, en partidos para vagos, como decía hace algún tiempo un amigo, también vinculado a eso de la pelota.
Las luces del Mella, sin embargo, no se quedarán allí eternamente. Lo más probable es que hayan sido tomadas de otro campo y puestas allí en calidad de préstamo, aunque la Comisión Nacional se puede atribuir el derecho de dejarlas definitivamente, como ya hizo en ocasiones anteriores y en situaciones similares.
Se trata de desvestir un santo para vestir a otro, como dice el refrán, algo que no es anormal en Cuba, donde esas prácticas han sido habituales, y no solo en el béisbol o en el mundo del deporte, sino en todas las esferas de la vida, sobre todo en el transporte público. porque en las bases de ómnibus han ido desarmando unos vehículos para armar otros y así hasta que se ha quedado el país sin transporte.
Ahora el estadio de Las Tunas tiene luz. Pero no tiene agua, porque las fotos que pusieron Guillermo Hernández y Hernández Luján muestran el pasto totalmente quemado, casi rojizo, propio de un sitio al que jamás se le ha regado un poco de agua para que el césped crezca.
Hacerlo no es tan complicado: un hombre en ocho horas de trabajo, con una manguera de media pulgada, conectada a una pila, puede regar sin problemas un campo de béisbol. Incluso, bastaría con regar una parte un día y al siguiente la otra para que el césped permanezca verde, como en esos vistosos campos de las Grandes Ligas, o de cualquier otro lugar a donde van a jugar los equipos cubanos. Pero en Cuba nadie se responsabiliza por eso y en la mayoría de los casos los trabajadores de los estadios van un rato, hacen alguna cosa y salen a otras, a buscar cómo sobrevivir.
Esa es la realidad, y por eso me molesta sobremanera que algunos vean como un logro que un estadio de béisbol, posiblemente del próximo campeón nacional, haya que ponerle luces a la carrera y prestadas.
Es una muestra más de cómo va Cuba, de su realidad, de su día a día, de la ineficacia de los que dirigen el deporte, que no son más que el gobierno, porque en Cuba todo pasa por las manos de las autoridades centrales, que son las que deciden cómo, dónde y cuándo invertir en algo.